16.2.13

Un mundo raro

Luis María Marina es autor de un par de libros de poemas, Lo que los dioses aman (El Tucán de Virginia) y Continuo mudar (Editora Regional de Extremadura), así como de una antología del poeta portugués Alberto de Lacerda, El encantamiento. Ahora, además, de un libro entre la memoria y el viaje, Limo y luz (Editorial Dos Soles), donde intenta apresar, asunto complicado, sus experiencias en Ciudad de México, capital americana donde ejerció labores diplomáticas. Nada más propio de un diplomático, se dice uno, que este tipo de libros. Su modelo, en este caso, y salvando todas las distancias, podría ser Alfonso Reyes, protagonista de un itinerario inverso, hacia Madrid, pero no menos apasionante. De pasión, precisamente, están cargadas estas páginas en las que la diplomacia, por paradójico que parezca, no es moneda corriente. Escrito con el estilo barroco que precisa lo abigarrado de su mirada mexicana, ese mundo de mundos que tiende al infinito, Marina recorre el DF por todos sus puntos cardinales y divide la obra en cinco partes tituladas Sur, Centro, Norte, Oriente y Poniente.
Deudor, al mismo tiempo, de la lectura y de la mirada, la ciudad se nos muestra a través de lo leído gracias a un cúmulo de escritores (de Cravan a Vila-Matas), sobre todo poetas (Paz, Pacheco...), y de lo visto por fotógrafos (Nacho López, Metinides...) y directores de cine (Ripstein, Buñuel), amén, claro está, y es lo que de verdad importa, de lo observado y vivido por el propio autor; en el libro, "el extranjero".
México, escribe "invita a empuñar la pluma". Eso sí, pronto "avizora la trampa de los tópicos". Se evitan, qué duda cabe, en una obra que es fruto de la experiencia más que nada.
Dos ojos, "únicamente dos ojos mortales", llevan a cabo ese viaje por el asombro que Marina relata entre el entusiasmo y la emoción, perplejo, como poeta que es, ante el espectáculo que se despliega delante, tan inabarcable como las dimensiones de esa inmensa ciudad vulnerable que flota encima de una laguna y a la que rodean volcanes, sometida a movimientos sísmicos y a otras violencias no menos temibles.
Cuenta como "testigo de vista" (que diría Bernal Díaz del Castillo o, según los últimos descubrimientos, el mismísimo Hernán Cortés) cuanto le ocurre y pasa sin perder de vista, ya se dijo, cuanto relataron o inventaron otros. Teniendo en cuenta también las vicisitudes y visiones de otros compatriotas que no hace mucho, por culpa del exilio, pasaron por allí: Cernuda, Buñuel, Alberti...
Hay sitio en Limo y luz para los lugares (Zócalo, Tlatelolco...), los museos, la pintura (cómo olvidar a los muralistas), la antropología, las azoteas, el vicio de leer y las librerías (las de viejo, donde aún se encuentra, a pesar de los Borrás y los Linares, algunos tesoros aquí inencontrable, antiguas ediciones de Cernuda, Bergamín o Gaos), la muerte ("los mexicanos sólo sabemos morir"), los jacarandás y los colibríes, el español de México ("Vocabula barbara"), la gastronomía, el clima sin estaciones (si acaso la de la lluvia), el chachareo o la mítica casa del arquitecto Luis Barragán, uno de los motivos por el que uno, barraganólogo confeso, cruzaría el charco. Y por encima de todo, y por debajo, la luz y el limo, claro.
Ya está uno deseando poder leer el libro que Luis María Marina estará escribiendo en Lisboa, su actual destino como diplomático. Otra ciudad inacabable y literaria. Pero esa será, sin duda, otra historia.