3.2.12

Continuo mudar

Nombré aquí atrás de pasada el libro de Luis María Marina que ha publicado la insumergible Editora Regional en su colección de poesía. Lo califique, un poco a la ligera, de "curioso e interesante". He de confesar, sí, que lo había leído muy deprisa, pero con la sana intención de volver sobre él, lo que he hecho esta fría tarde de febrero al volver del paseo. Para empezar, como en el caso de Carmen Hernández Zurbano, la autora de Géiser, de nada me sonaba el nombre de Luis María Marina. Sabemos que nació en Cáceres en 1978, que en 2008 publicó en México su primer libro, país donde ejerció como Consejero de la Embajada de España, el mismo cargo que ahora ocupa en la de Lisboa. Esta condición de diplomático no es nueva en la poesía, por cierto. Mexicano era precisamente Octavio Paz, que sirvió a su país en esa labor, como tantos y tantos poetas hispanoamericanos, de Neruda a Montejo (que también pasó por la capital portuguesa).
Dos citas abren la obra: una de Kant (sobre lo bello y lo sublime) y otra de Gracián (sobre el pesar y el placer). No es mala pista ésa para intuir por dónde van a ir los tiros líricos. A uno le dan pistas fiables, como a cualquier lector atento.
En seis partes se divide Continuo mudar. La I, Visiones. Lo judío y Auschwitz (con Celan al fondo), Santo Tomás y el tocar para creer; Goya y España (una cosa y la misma), y Job y Juan y los pitagóricos y un estupendo poema, "Los perros de Lyssa", componen esta primera parte donde encontramos versos sin puntuación (como los del último Caballero Bonald, con los que ando, o los del último Félix Grande, con los que anduve), muy libres, versiculares (que no admite el DRAE), a ratos herméticos, nada complacientes (mal que le pese al lector comodón), atentos a su solo decir, intensos. Cercanos, cree uno, a la poesía hispanoamericana actual, entendida, eso sí, como el todo que no es, por más que se me entienda al usar ese vagaroso término.
En la II, Cuatro Danzas de la Muerte, lo religioso, siquiera como símbolo (a debida distancia del modelo clásico de principios del XV), sigue presente. Y ahí la sabia constatación de "que a morir / se aprende viviendo".
En la III, Canciones elementales, vuelve la puntuación. Con ello, porque es más que un mera pose, los poemas cobran otro sentido, acaso más comprensible. Destaco poemas excelentes, capitales para valorar el alcance del libro (que no es poco); así, "Canción del justo", un poema, sin duda, emocionante. O "Canción del verdugo", que se cierra con el verso: "aunque tú te salves, perdido está ya todo". O la muy barroca (un rasgo predominante) "Canción del soldado". O, en fin, el enternecedor y nada sensiblero "Canto nuevo", dedicado a la hija. 
Apartes de titula la IV parte, donde, sin puntuación de nuevo, el mencionado barroquismo se acentúa y los versos se retuercen en la mejor tradición gongorina y española.
En la V, La poesía: un entremés y una cena.
En la VI, para terminar, Dos mudanzas americanas y una vuelta, que se cierra con la evocación de dos heterónimos de Pessoa: 
campos                       - maestro, ¿esto es todo?
caeiro                         - maestro, ¡todo es tan poco...!

Permítanme, para terminar, no sin subrayar antes la bondad de este libro, un par de consideraciones. La primera, que uno se alegra de que Poesía, la colección de la Editora, siga gozando de excelente salud. A las últimas entregas remito. La segunda, tiene que ver con otra satisfacción, ésta de índole tal vez provinciana: este lector extremeño comprueba cómo han cambiado, para bien, las cosas en esta tierra. Cuando uno era joven y leía a sus paisanos poetas, el panorama era desolador. Había, cómo no, autores y, claro está, buenos libros, pero... ¡tan pocos! Uno contempla, sin embargo, el paisaje poético actual y... ¡es tanta la variedad!, ¡tanta la cantidad! (para los pocos que somos), ¡tanta, sí, la calidad! Algo habremos hecho bien. ¿O no?