30.4.17

Carta de Évora

Con frecuencia, renuncio a ir a sitios donde me invitan. El trabajo es lo primero, ya se sabe, más si la falta recae sobre las espaldas de los compañeros, aunque no se quejen. Me hubiera gustado ir, por ejemplo, a la comida del Palacio Real con motivo de la entrega del Premio Cervantes a Eduardo Mendoza, pero tuve que declinar la amable invitación del rey. O asistir a la entrega de los premios Loewe, otro estupenda fiesta (en el Palace) que un año más me perdí. Habrá que esperar a la jubilación. Ya queda menos. A Évora, una proposición menos frívola, me propuse acudir, con permiso de la autoridad competente, desde el principio. Recordé una ocasión fallida, hace mucho, pues allí tuvo lugar una reunión de Hablar/Falar de Poesía. Ángel Campos, tan tragaldabas como yo, insistió no poco: se iba a comer en un restaurante estupendo. Ni por esas. No, no había entrado nunca en la ciudad alentejana, y eso que queda al paso camino de Lisboa. Ya desde lejos impresiona. Le gustan a uno las ciudades así, de tamaño humano. Más si se trata de una ciudad de la cultura llena de monumentos extraordinarios, con un patrimonio (de la Humanidad) semejante, pongamos por caso, al de Salamanca. Su Universidad, la segunda en antigüedad de Portugal tras la de Coimbra, fue fundada por los Jesuitas como Colégio do Espírito Santo en 1559. Se cerró en 1759 por orden del Marqués de Pombal, cuando la expulsión de la Compañía de Jesús, y se reabrió en 1973. Está casi como entonces. Las filologías, entre otros grados, siguen ocupando el recinto original, muy bien conservado, ya digo. (Aquí no tuvieron la brillante idea, como en Cáceres, de construir feos edificios a las afueras y llevarse a un campus horribilis facultades y estudiantes.) Se conservan, por ejemplo, los magníficos azulejos barrocos que la decoran, justamente famosos (la Universidad editó una espléndida monografía sobre esa obra de arte firmada por José Filipe Mendeiros). Rodean el claustro y embellecen, entre otras dependencias, las viejas aulas, aún en uso, con su púlpito y todo. Tuve la suerte de visitar sus piezas fundamentales, un precioso laberinto de corredores, escaleras, claustros y patios que no deja de dar sorpresas. Lo hice con mi anfitrión, el poeta, crítico y traductor Antonio Sáez, que ostenta los premios Giovanni Pontiero y Eduardo Lourenço y que trabaja allí desde hace años. La biblioteca es impresionante. O el Salón de Actos. O el escondido aljibe.
Me extrañó comprobar que algunos estudiantes siguen usando la capa, bonita costumbre que uno, poco viajado, creía circunscrita a Coimbra. La lectura de poemas, que a eso fui, estaba prevista para las tres de la tarde, hora portuguesa, por eso, como es habitual en aquel país, comimos a la una. En un restaurante situado en el recinto universitario, de donde no salí entre el mediodía y la media tarde. Y donde con gusto me hubiera quedado. 
Ya que mi lectura formaba parte de las cervantinas II Jornadas de Cultura Española, nos sentamos a la mesa con Susana Gil Llinas, profesora también del Departamento de Lingüística e Literaturas de la Escola de Ciências Sociais y compañera de Antonio, el Consejero de Educación de la Embajada de España en Portugal, Ángel María Sainz, la asesora Joana Lloret, Mateo Berrueta (becario en la Consejería, un logroñés que ha vivido en San Petersburgo), David Montes (lector cordobés), quien me sucedería en el uso de la palabra, el inclasificable, por polifacético, Javier Rioyo, actual director del Instituto Cervantes de Lisboa, así como su jefe de estudios, Sonia Izquierdo Merinero. Comimos una crema de zanahoria, bacalao (qué si no) y algunos postres deliciosos. Apenas si probé el vino (uno estaba de servicio), elaborado en la propia universidad y que se vende en la tienda de regalos. Tras el café y la sobremesa, llegó la hora de la poesía. Tomó la palabra un momento Antonio Sáez y se la cedió a Andrés y Raquel, los alumnos que me presentaron. Y muy bien, por cierto. Después, advertido de que era normal que el público entrara y saliera a conveniencia, empecé, por el capítulo de agradecimientos, la lectura. Una "conversación en la penumbra", que diría Eliseo Diego, al que siempre me encomiendo en estos trances. Mencioné mi doble vergüenza: de no saber portugués y de no conocer Portugal como es debido. Lo segundo aún tiene solución. Dije, y no por adular, que de ese país me gusta todo: paisaje y paisanaje, gastronomía y música (bajé escuchando a Carminho para ambientarme) y, más que nada, su poesía, a la que me entregué desde muy pronto gracias a mi amistad con el citado Ángel Campos, que tanto hizo por divulgarla. Lo mismo que otros extremeños, como José Luis García Martín, Luis María Marina y quien estaba sentado a mi lado, estudioso, además, de las relaciones entre las líricas peninsulares. Al fin y al cabo, comenté, por carácter (que en un presunto poeta acaso lo es todo), la saudade me resultaba demasiado cercana; que, por melancólico, me tengo por portugués. 
Mencioné a mis poetas lusos de cabecera, leí mis poemas portugueses (dedicados a mundos como los de Torga y Andrade) y luego entré en los de mi nueva entrega, El cuarto del siroco, pues los demás ya están en mis libros publicados y en las antologías, al acceso de cualquiera. Los asistentes no se movieron de sus sillas, contra lo previsto, y uno transpiró como suele mientras leía (a pesar de estar quieto y sentado) y, a qué negarlo, me emocioné a ratos. Con el poema dedicado a Lisboa, al aludir a Angelito, o al final, al leer los versos dedicados a la muerte de mi padre que se proyectaron en la exquisita versión portuguesa de Ruy Ventura. A la vez, en estas lecturas hay que hablar más que leer, me referí a mi propia poética, un decir, y a algunas anécdotas que se esconden detrás de lo escrito.
Siguió la amena charla de Rioyo, consumado conversador y, por alcalaíno, paisano de Cervantes, sobre su película en torno a las películas sobre El Quijote, de la que vimos una parte.
Después, en una sala situada en uno de los claustros, estudiantes, profesores e invitados celebramos con una suculenta y animada merienda el final de las Jornadas. Con la prisa habitual, salí con Antonio camino del coche para volver a recorrer el precioso trayecto que separa Plasencia de Évora y viceversa. A tres horas de otro mundo.