13.3.17

Néstor y su libro

Buenas noches. Recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Néstor Hervás, un nombre con aires de pseudónimo literario que siempre me ha parecido perfecto para un escritor. Es posible que nos hubiéramos cruzado antes, en la tienda que llevaba mi padre (de la que su familia era cliente) en Miralvalle, su barrio desde que llegó a Plasencia procedente de San Sebastián, donde pasó buena parte de su infancia, aunque nació en Ciudad Real en 1965. Decía que me acordaba de nuestro primer encuentro. Fue en el patio del colegio público de Galisteo en el que los dos aterrizamos el día 2 de septiembre de 1991, lunes. Estaba apoyado en la pared, con una pierna doblada contra ella, y me extrañó su aspecto: su altura y delgadez, la melena al viento y, sobre todo, las minúsculas calzonas que llevaba puestas, impropias pensó uno, de un maestro, de ahí que lo confundiera con cualquier cosa que no fuera un compañero de trabajo. Venía uno del colegio de Jerte, cansado de los viajes diarios en coche, valle arriba y valle abajo, y por eso acepté una plaza de Infantil, craso error, que me hizo pasar un curso, digamos, tenso. Una vez aclarada la confusión, tras los saludos, me enteré de que era el nuevo profesor de Educación Física. Con Néstor todo fue bien rápidamente. De raro a raro, supongo. O de solitario a solitario. O de nervioso a nervioso. Sí, Néstor es un “tipo peculiar”. Independiente, añade uno, y con criterio. Por eso pocos le habrán visto en saraos literarios, en presentaciones de libros o en las sesiones del Aula. El hecho es que empezamos a compartir tiempo y conversaciones (que ya no han cesado), sobre todo en los recreos, que pasábamos juntos, en actitud peripatética, por aquel ventoso y anchuroso patio, rodeados de críos chillones. Fue cuando descubrí a un entregado lector de Tolkien, al que casi nadie entonces conocía, y un admirador, de ahí su corte de pelo, a lo Sandokán. Mi hijo llegó a creer, cuando era niño, que era un pirata de verdad. 
Desde aquel tiempo, comentaba, no hemos dejado de tratarnos. Compartimos incluso trabajo en otro colegio, el de Montehermoso, donde también comimos opíparamente. Luego él se licenció, cambió de estatus y tuvo otros destinos, como el actual, en el instituto “Gabriel y Galán” y uno se vio enredado en procelosas empresas culturales, tan apasionantes como dañinas, que nos alejaron hasta cierto punto, por más que nunca perdiéramos el contacto.
Néstor Hervás me ha leído con una fidelidad que agradezco y hasta admiro, y uno lo ha leído a él. Sí, porque esta noche asistimos a su estreno como poeta, a la emocionante presentación de su ópera prima, pero en realidad este no es ni con mucho su primer libro. No sé cuántos permanecen inéditos, pero son unos cuantos. Apenas los daba por terminados, me los pasaba y uno le comentaba sus impresiones. Algunos pasaron por algunos premios literarios y llegaron a los comités de lectura de algunas editoriales, pero nunca pasaron esos filtros ni tuvieron la suerte de conseguir ningún galardón, algo que siempre me ha resultado incomprensible. Cuántos bodrios reciben cada año recompensas o se dan a la imprenta sin merecerlo, o las dos cosas a la vez. Todo el mundo, en fin, tiene derecho a ser escritor. No digamos poeta. Ya lo dijo el otro: “Somos demasiados”. Y a publicar siquiera un libro. Por eso alabo la tenacidad de Néstor. Su pasión por la escritura como forma de vida; una manera de ver y de entender el mundo que él compagina con otras aficiones como la ornitología, el senderismo o la bicicleta. Ha comprendido, a pesar de lo que nos cuenten los marwanes y las sastres a la moda, que ésta es una carrera de fondo.
Hay un antecedente, eso sí, que convierte a Hervás en un autor no rigurosamente inédito. Hace once años, Alcancía, la colección placentina tristemente desaparecida, publicó –en edición digital y casi invisible– No solo versos, con ilustraciones de María Jesús Manzanares. Por lo investigado, esos versos han desaparecido de la red. Con todo, que conste.
De entre todos esos libros inéditos que he tenido el privilegio de leer, y de la mejor manera, esto es, la más desinteresada y secreta, destaca éste, La ciudad y los bárbaros, por eso, cuando me anunció su intención de publicarlo y, con ello, la de dejar de ser uno de tantos poetas españoles inéditos, a pesar de que la autoedición o, en rigor, la coedición, nunca ha sido de mi agrado, le animé a llevar a buen puerto esa aventura que, como se ve, arriba aquí, a falta de que otros viajeros –ustedes– se embarquen en ella. Para animarles a que lo hagan, permítanme, permitidme, añadir lo que sigue.
Que Néstor Hervás es un lector cumplido es algo que uno tiene bien confirmado. De otro modo sería imposible que escribiera como lo hace. A lo largo de los años hemos comentado lecturas y hemos intercambiado comentarios sobre obras diversas, de poesía sobre todo. Su mundo literario, que no es sino una secuela del personal o privado, tiene tonos épicos y fantásticos, en el mejor y más hondo sentido del término. 
El libro aparece en la colección Alejandría (de la editorial barcelonesa Oblicuas) lo que, además de hacer ilusión a Hervás por lo que ese nombre evoca, aporta una coincidencia destacable: la de ser ésa la ciudad natal de Cavafis, el poeta griego contemporáneo nacido en la mítica ciudad egipcia a orillas del Mediterráneo, mar literario por excelencia, y que me parece de referencia ineludible al hablar de estos poemas. Una influencia, por cierto, que nuestro autor no oculta.
Un libro bien editado, suelo repetir, empieza por la cubierta. El motivo de La ciudad y los bárbaros es bonito, sugerente, y anuncia lo que viene. Por suerte, tampoco el papel es malo. Que sea breve le aporta unidad. Se abre, tras la doble dedicatoria a su madre y a Raquel: “Mis dos razones de estar aquí”, con una cita del que fuera consejero de Gengis Kan, Qiu Chuji: “Tras las murallas, mi señor, siempre ha habido bárbaros”.
Desde ese epígrafe, lo épico, insisto, es ley. Y de la mano de la épica, lo lejano, lo exótico. En el espacio y en el tiempo. Paisajes y ciudades de imperios y reinos remotos. Batallas, asedios, guerras, campañas que vienen de épocas antiguas. “Arrojados al tiempo”, reza el primer verso del libro. Al tiempo, cabría precisar, y al espacio. Moisés y Josué, personajes bíblicos, están en el principio de esta obra con vocación enciclopédica, de compendio histórico, a pesar de su antedicha brevedad. Desde el antes al después de Cristo. Del remoto pasado a la acuciante actualidad. Pero vayamos por partes. Antes conviene aclarar que Hervás adopta con frecuencia el recurso literario del monólogo dramático, definido por un especialista en la materia, el profesor y poeta Ramón Pérez Parejo, como sigue: "En síntesis, esta técnica consiste en la elección de un personaje (llamado correlato objetivo) tomado de la cultura o de la historia que asume y transmite en primera persona las emociones que el autor real desea expresar. Con ello, el texto consigue alejarse del impudor del patético yo romántico, objetivar las emociones y, al mismo tiempo, crear sorprendentes connotaciones textuales". Aclarado esto, se comprenderá mejor lo que vengo diciendo acerca de esos personajes y otros que vendrán, auténticos protagonistas de estos versos. 
En otras ocasiones, podemos precisar, interpela a éste o aquél y entabla un diálogo con él. 
Hervás pone en labios de Moisés: "Tan solo me arrepiento de una cosa: / las muertes que he causado, / las vidas por mi culpa derramadas". Y luego: "Por eso bien merezco / quedarme sin pisar / la tierra prometida". 
A Josué, por su parte, lo sitúa en Jericó. 
Al leer esos versos iniciales no he podido evitar el recuerdo de un poema espléndido, releído recientemente, con el que estos bien se podrían emparentar. Me refiero a “Saúl sobre la espada”, del cubano Gastón Baquero, un poeta de la estirpe de Hervás al que, por cierto, ignoro si conoce. 
Sobresale el cuidado del lenguaje. De la métrica, en especial. Ese particular ritmo, a base sobre todo de endecasílabos, que Hervás logra imponer a sus versos, tan cercano al tono de lo que se canta y cuenta. Lo hímnico y lo elegíaco como caras de una única forma de decir.
A Alejandro le dedica un poema en cuatro partes o cantos: “Gaugamela”, “Más allá del Indo”, “Muerte en Babilonia” y “Persépolis”. Con Aníbal, aparece la humanidad del guerrero. Del hombre que hay detrás de héroe, del rey, del general: "Las batallas fabulosas que libraste / no fueron otra cosa que una marcha, / con la carne y el orgullo quebrantados / carcomidos por el frío y el cansancio". La lección de Aquiles.
La mención a Cartago me recuerda a Cirlot, otro de nuestros grandes poetas épicos. 
Llega luego César en Alesia ("¿por qué tan gran empeño en batallar?").
Lo narrativo se impone en “Adrianópolis” Y lo legendario, claro. Envuelto todo en ese aire clásico que lo mismo tiene que ver con la literatura griega y latina que con la de nuestro Siglo de Oro. 
“Limes” refleja la lucidez del descreído. La evidencia de que detrás de casi todo hay derrota, desolación, sangre y muerte. La que se aprecia en las ruinas de Itálica que cantara Caro. Aquí, las de Baelo Claudia y Segóbriga, donde el viajero se para a contemplar su estado. En poemas donde brilla la imaginación del que recrea o inventa lo sucedido. No todo es fruto de la lectura o de la visión cinematográfica, indudables fuentes de inspiración de este autor. 
El final de “Yihad” me lleva hasta el judío y vasco Jon Juaristi: “Sí, creímos sin preguntas. / Y ese fue nuestro pecado”.
Un poema al que sigue “Cruzados”. Dos caras de parecida moneda. La religión como conflicto. La santa guerra santa. 
Y de pronto, Gengis, otro mito bélico imprescindible. Y al terminar “Releyendo a Kavafis”, y su famoso poema "Esperando a los bárbaros" (“¿Qué esperamos reunidos en el foro? / Hoy llegan los bárbaros”), un verso revelador: “Ciudades que han comprado vuestro orgullo”. Un verso que me permite hacer alusión a otra de las claves de esta obra: la moral que subyace a estos poemas. Y al moralista, en el mejor sentido, que los ha compuesto. Aquí se defienden antiguas virtudes, muy alejadas de los falsos prestigios que nuestro mundo proclama. Se defiende la piedad, la valentía, el honor... Léase “Hotel Rwanda”, pongo por caso. Cualquier poema, diría. Incluso el título da pistas al respecto. Sí, “Los bárbaros ahora viven dentro”. En el interior de esas simbólicas murallas que tanto significan. Léase también “Nómadas de las estepas”.
“Hernán Cortés en Castilleja de la Cuesta” es otro poema logrado: “Mi mano fue tan solo la herramienta / que otro utilizó para sus fines”. 
Y más allá, Luis XVI pasado por Swift. Y Tolkien en el Somme cavando trincheras. Y los “Argonautas del estrecho”, tristes inmigrantes en pateras. 
Ya al final del libro, en el poema que le da título, sin menciones expresas, San Sebastián (la ciudad) y los de ETA y su entorno (los bárbaros). Por eso me comentaba su lectura de Patria, la exitosa novela de Fernando Aramburu, con tanta pasión. La de “aquellos que callaron frente a tanto”. Fue un testigo.
No, no faltan los sentimientos en este libro, más épico que lírico. Ni un lenguaje cuidado, ya se dijo, que, a veces, opta por el homenaje (en usos acaso anacrónicos) o la parodia (como en “Hijos de Wall Street”). Que no desdeña ni el humor ni la ironía, como cualquier poeta moderno. 
Un modo de decir que se declara a favor de Lope y Lorca, de Aldana (¡cómo no!) y Cernuda, de Donne y Blake, de Cavafis, ya se dijo, y de Szymborska. Que no le hace ascos a Borges. 
Se puede afirmar que Néstor Hervás ha sido un poeta precoz, aunque a la luz pública esa secreta condición haya tardado tantos años en llegar. Va a ser difícil que la crítica le sitúe en tal o cual generación o antología. Poco importa. Lo mismo que si publica o no más libros. Nos basta y nos sobra con esta muestra de su talento. El de alguien que va a su aire y que antepone su libertad y su independencia a cualquier otro compromiso. Uno le alaba el gesto y el gusto. Lo mismo que haría otro rebelde, Sandokán, el príncipe de Borneo inventado por Salgari. 
Me callo. Una poeta a la que admiramos, Emily Dickinson, escribió en uno de sus misteriosos poemas (tomo la traducción de Hilario Barrero): "No hay fragata como un libro / para llevarnos a tierras lejanas, / ni corceles como una página / de saltarina poesía”. Vale.

Nota. Leí este texto el pasado viernes en la Sala del Artesonado de Las Claras con motivo de la presentación de la ópera prima de Néstor Hervás.