27.12.16

La prosa de Bishop

Para el lector español, el primer contacto con la poesía de Elizabeth Bishop (Worcester, Massachusetts, 1911–Boston, 1979), que apenas publicó cien poemas en vida, fue probablemente a través de los que tradujo Octavio Paz, recogidos en Versiones y diversiones. Luego llegó la primera antología, publicada por Mistral, de Orlando José Hernández, la misma que apareció unos años después en Visor.
La editorial Igitur publicó otro florilegio: Obra poética, a cargo de D. Sam Abrams y Joan Margarit, y antes, su libro Norte & Sur, traducido por Eli Tolaretxipi.
Por su parte, Vaso Roto, que ya había publicado Una antología de poesía brasileña y Flores raras y banalísimas. La historia de Elizabeth Bishop y Lota de Macedo Soares, de Carmen L. Oliveira, da a la luz, en dos tomos, su Obra completa y empieza por el segundo, que titula, a secas, Prosa. Lo ha traducido con solvencia el poeta Mariano Peyrou y el volumen tiene casi ochocientas páginas. La edición literaria es del poeta y crítico Lloyd Schwartz, así como el prólogo.
No es la primera vez que se da a conocer la prosa de la norteamericana en España. En Lumen apareció Una locura cotidiana, un conjunto de apenas ocho relatos traducidos por Mauricio Bach que tuvo una excelente acogida por parte de la crítica.
El libro que nos ocupa está dividido en cinco partes: “Cuentos y memorias”, “Brasil”, “Ensayos, reseñas y homenajes”, “Correspondencia con Anne Stevenson” y “Apéndice: Prosa temprana”. Pone el colofón un breve capítulo dedicado a la procedencia de los textos.
En lo que se refiere a la prosa propiamente dicha, diremos que se reúnen los relatos que publicó en vida, casi siempre en The New Yorker, a caballo entre la memoria y la ficción, con un inevitable cariz autobiográfico que ella misma confiesa. Así, en el más famoso, “En la aldea” (que para Bach era “pueblo”), se alude a la locura de su madre, internada en un sanatorio psiquiátrico. Este hecho y su posible causa: la prematura muerte de su padre a los 39 años, cuando ella tenía ocho meses y su madre 29 (y llevaban tres años casados), obligó a que la cuidaran sus abuelos maternos, muy presentes en éste y otros relatos, como “El ratón de campo”, donde la casa colonial de la familia, una antigua granja de Nueva Escocia, se convierte en centro de operaciones. Con ironía, dijo haber tenido “una «infancia infeliz» de primera categoría”.
Otros relatos reales son “Gwendolyne” y “La clase de infantil” (sus primeros recuerdos, cuando tenía cinco años y su madre enloqueció). En “La Escuela de escritura. EEUU” narra su trabajo como correctora de textos por correspondencia, donde menciona su “educación de clase alta” y su paso por el exclusivo Vassar College. En “Un viaje a Vigia” ya aparece Brasil. En “Esfuerzos del cariño: Recuerdos de Marianne Moore” evoca a su mentora, amiga y excepcional poeta, a la que conoció (junto a su influyente madre) en 1934, “una de las mejores conversadoras del mundo”. Porque la ficción cede el paso a la memoria, bien podría haber sido incluido en la segunda parte del volumen.
Los relatos que conforman el núcleo central de su prosa creativa, fueron escritos en un periodo de cuarenta años, entre 1937 (“El bautismo”) y 1977 (“Recuerdos del tío Neddy”).
A manera de resumen, podríamos decir que aplicó a la narrativa los mismos principios que destinó a sus versos. Admiraba en un poema, sobre todo, “la precisión, la espontaneidad, el misterio”. Cualidades que también imperan en sus relatos, alejados de cualquier atisbo de prosa poética al uso, edulcorada y falsamente lírica. José María Guelbenzu, que los califica de “minimalistas”, afirma: “La sencillez es, en este caso, una obra maestra de depuración estilística”. Y añade: “Bishop muestra en su prosa una alta imaginación poética, pero no hace poesía con ella”. Y concluye: “Todos los cuentos parecen hechos de minucias y se aproximan al lector con una actitud casi doméstica, pero tras ellos se adivina la mirada soberbia de alguien que sabe distinguir muy bien entre lo que es significativo y lo que no lo es”. 
Por Brasil, todo un libro (que nunca le convenció), cobró diez mil dólares, pero los editores de la revista Life, donde vio la luz, no respetaron el original que en esta edición aparece por primera vez tal cual se concibió.
En lo que respecta a la tercera parte, no es casual que empiece analizando la poesía de Marianne Moore: “Como gustéis”. Sigue con e.e. cummings (compartieron asistenta un tiempo), Emily Dickinson (a cuya estirpe pertenece: “En cierto modo, todas las cartas de Emily Dickinson son cartas de amor”), Laforgue, Huxley (en Brasil), Lowell (tanto el texto para la sobrecubierta de Life Studies como “Notas sobre Robert Lowell”, que no deja de ser un excelente retrato del “magnífico poeta” bostoniano. “Cada vez que leo un poema de Robert Lowell tengo una escalofriante percepción del aquí y el ahora, de una precisa contemporaneidad”. La de Lowell es una presencia constante, le admiraba profundamente.
Mención aparte merece “Escribir es un acto antinatural”, una suerte de poética. Ahí habla de las citadas cualidades del poema y nombra a sus tres poetas favoritos (“en el sentido de que son como mis «mejores amigos»”: Herbert, Hopkins y Baudelaire. También habla de Auden (al que dedica más adelante un homenaje: sus versos “forman parte de mi vida”), Frost, Wordsworth…
Elogia a Randall Jarrell (“el mejor y más generoso crítico de poesía que he conocido”) y podemos leer el prólogo a Una antología de la poesía brasileña del siglo XX.
La correspondencia con Anne Stevenson, de 1963 a 1965, con motivo de la monografía sobre su poesía para la “Twaynes United States authors series”, es acaso lo mejor. Alude a ese estudio como “esta especie de condensación de mi «vida»”. Habla de su afición a la pintura, la música y la arquitectura. De lo “harta” que está de que la “asocien” a Moore: “yo siempre he sido una poeta del montón con un «oído» tradicional”. De Lowell, Stevens, Neruda, Chéjov y Dewey. De su labor literaria: “Trabajo con mucha lentitud”. Del “pecado capital” de “la falta de observación”. De política (“siempre he sido anticomunista”) y religión (le gustaba Santa Teresa). De cómo dice haber escrito una poesía “preciosa”, pero que detesta lo “precioso”. “Mi pronóstico es pesimista”, asevera.
Cierra el volumen la prosa temprana, casi toda publicada en Vassar entre los años 1929 y 1934. 

NOTA: Esta reseña ha aparecido, junto a otras muchas, en el número 120 de la revista Turia, que dedica su Cartapacio a Ramón Acín, publica textos inéditos en prosa y verso, una reflexión del incisivo Valentí Puig, un par de conversaciones (con Villena e Isidro Ferrer, que ilustra el número espléndidamente) y otra entrega de los diarios (La primera patria) de su director, Raúl Carlos Maícas, que, para uno, como siempre, está entre lo mejor del volumen. "En esta sociedad infectada por la intolerancia, la infelicidad es el amor al revés". "Reconozco que, ante ciertos mercaderes de la indecencia, lo más cómodo sería cerrar los ojos, taparme los oídos, sellar mi boca. Pero no puedo. Soy de los que creen que indignarse no es una tremenda estupidez sino una admirable muestra de responsabilidad". Pienso lo mismo.