12.11.16

Palabras de familia

Portada de Fermín Solís
Cualquier aficionado al cine o a la literatura, o a ambas cosas a la vez, sabe que en El desencanto, de Jaime Chávarri, Felicidad Blanc, viuda del poeta Leopoldo Panero, y sus tres hijos: Juan Luis, Leopoldo María y José Moisés "Michi", “narran sus vivencias, entrecruzan sus recuerdos, y aprovechan para cobrarse deudas pendientes”. Eso dice al menos la sintética Wikipedia. Se trata, con todo, de mucho más, de ahí que uno haya elegido ese título, ahora que cumple cuarenta años, para esta edición especial de Versión Original que alcanza su número 250.
Aunque rodada en 1974, doce años después de la muerte prematura del poeta, se estrenó en 1976 y para muchos es un hito de nuestro cine, si se me permite el exceso, y de lo ocurrido en ese periodo fundamental de nuestra historia que se dio en denominar la Transición.
No está del todo claro si es una película o un documental. Para uno es ambas cosas. Lo primero, porque en la pantalla aparecen cuatro actores consumados que desarrollan un más o menos ensayado guión: el de sus vidas. Lo segundo, porque, a pesar de los pesares, lo que ahí aparece es simple y llanamente la verdad. La cámara asume el papel de testigo y la excelente fotografía de Teo Escamilla, bajo la dirección del citado Chávarri, hace todo lo demás. Que esas imágenes estén en blanco y negro es un acierto capital. Lo mismo que la música: del romántico Frank Schubert. Le da a uno que la poesía, al menos la que aquí se destila, es propensa a los tonos grises. Que el misterio, que abunda, se lleva mal con los colores llamativos. También aporta esa luz en penumbra que toda buena conversación exige. No se imagina uno esos planos melancólicos de la casa familiar de Astorga con otros brillos. Mejor, ya digo, los apagados para un recóndito lugar castellano y para una época, la dictadura franquista (de la que el falangista Panero fue genuino representante como “poeta del Régimen”), definitivamente griste, que diría otro leonés: Andrés Trapiello. Es cierto que en algunos momentos la luminosidad impera, como esa secuencia donde la madre y dos de sus hijos visitan el Liceo Italiano y rememoran momentos felices de la infancia. La infancia, sí, y el verano bajo las encinas (“En estas encinas está toda mi vida”, reconoce Felicidad), que no dejan de evocar los únicos momentos felices vividos por esa familia. Una familia en diálogo permanente con la figura del marido y padre muerto, el mismo al que representa la estatua levantada en su honor en su ciudad natal, acto al que acuden la viuda y los hijos tal y como se muestra en las primeras escenas del documental (y en otras a lo largo del mismo), teñidas aún de rancio franquismo.
Los monólogos y conversaciones de los cuatro protagonistas giran en torno a muchas cosas y en ellas se entremezclan por igual la sinceridad (que se reconoce poco frecuente entre ellos) y la hipocresía. El teatro es consustancial a esta tragedia de tintes clásicos. Se aprecia en la serenidad y belleza con la que se conduce Felicidad Blanc, tanto cuando recuerda a su marido, al que sin duda quiso, como cuando intenta justificar su duro y complicado papel de madre. La burguesita madrileña que encuentra en la oscura provincia “silencio, tranquilidad, soledad”. En Juan Luis, en sus gestos y muecas, en su displicencia y su distancia con respecto a sus hermanos. En Leopoldo María, el loco de esa casa de locos (“La gran complicación de mi vida”, según su madre). En Michi, el asustado espectador. 
Como ha repetido el citado Trapiello, Leopoldo Panero, y su amigo Luis Rosales (que también aparece en la película) y, en fin, algunos poetas afectos, como ellos, al régimen de Franco, ganaron la guerra pero perdieron su sitio en los manuales literarios; en el canon de su tiempo. Panero no fue un mal poeta. Mucho mejor que otros situados, sin porqué, en ciertos pedestales. Lo curioso es que dos de sus hijos también dieran en poeta. El primogénito, Juan Luis, lo fue, digamos, de la experiencia y sus versos destilan un tono cernudiano, borgeano y anglosajón indiscutibles. Leopoldo María quiso ser un poeta maldito que siguió los pasos de otros atormentados como él; drogadicto y bebedor desde muy pronto, carne de cárcel y de sanatorio psiquiátrico. Esa tensión literaria se traslada a la vida, o viceversa, y las diferencias poéticas demuestran a las claras sus disensiones existenciales.
Los Panero, ahora que todos han muerto sin descendencia, jugaron a un “fin de raza astorgano”, y lo consiguieron.
La frustración, la derrota, el dolor, la enfermedad (en diferentes patologías), el exceso, la locura (“que no se deduce de la palabra, sino del gesto”), la bebida y las drogas fueron signos inequívocos de sus respectivas identidades y de eso da buena cuenta El desencanto, una palabra, por cierto, que define muy bien la temporada en el infierno que les tocó vivir. Al fondo, cómo no, la muerte. La del marido y padre, ante todas. “Me rejuvenecí”, dice Felicidad. A “la feliz muerte de nuestro padre”, alude uno de los hermanos. Por lo que supuso de cambio de rumbo para todos. De nueva historia. Desde la desconsolada viuda (qué intensos esos momentos en los que narra las últimas horas de su marido) a Juan Luis, que parece querer “ocupar el lugar del padre”, pasando por cualquiera de sus hijos que reconocen, por ejemplo, las dificultades económicas a que se vieron abocados desde ese fatal instante. Esa muerte marca un antes y un después para todos.
Gente rara, estos Panero. Personajes molestos. Histriónicos. Entre lo sublime, siquiera sea por la poesía que revelaron, y lo patético, a consecuencia de su sordidez angustiosa. Película o documental raro, el de Chávarri, que tuvo, conviene recordarlo, una secuela: Después de tantos años, de Ricardo Franco (1994), donde, esta vez en color, los tres hermanos vuelven sobre sus asuntos tras la muerte de su madre.
En los fotogramas finales de El desencanto aparece un poema impreso de Leopoldo Panero, “Epitafio”, que reproduzco aquí como colofón de este artículo sobre una película donde, para bien o para mal, la poesía y los poetas son un protagonista más.

Ha muerto
acribillado por los besos de sus hijos,
absuelto por los ojos más dulcemente azules
y con el corazón más tranquilo que otros días,
el poeta Leopoldo Panero,
que nació en la ciudad de Astorga
y maduró su vida bajo el silencio de una encina. 

Que amó mucho,
bebió mucho y ahora,
vendados sus ojos,
espera la resurrección de la carne
aquí, bajo esta piedra.

Nota: Este texto se ha publicado en Versión Original. Revista de cine, nº 250, julio-agosto, 2016, págs. 28-29.