18.10.16

Sentires

El sentir. Poemillas del ahora (La Isla de Siltolá) es el segundo libro que publica Óscar Díaz (Langreo, 1997), estudiante de Filosofía en la Complutense de Madrid. Tres poemas suyos figuran en la antología Nacer en otro tiempo, que cierra por ser el poeta más joven de la muestra. Firmó el prólogo de la ópera prima de otra asturiana que ha pasado por aquí: Paula Menéndez García-Argüelles. Con la suya, Rosa hermética, escrita entre los catorce y los dieciséis años, ganó el premio 'Félix Grande', que en la edición de este año ha conseguido el madrileño con raíces placentinas Alberto Guirao, autor de Los días mejor pensados.
No quisiera parecer un sosca, pero la dedicatoria de El sentir a sus abuelos denota esa tendencia generacional de la que ya hemos hablado aquí más de una vez. La cita de Rimbaud, su famoso Il faut changer la vie, apuntala este llamativo edificio de sonido y sentido donde, desde el primer poema, comprobamos una inequívoca voluntad lingüística que se basa, claro está, en el uso de un lenguaje poderoso que no le hace ascos a un vocabulario entre escogido y anacrónico (intempestivo cuando menos) que obliga al lector a echar mano del diccionario cada poco. La adjetivación abunda. El aire es barroco y la música importa tanto o más que la letra. Estamos ante una poesía inspirada, diría, entre irracionalista y surrealizante, en la que la imaginación manda. Se abre paso mediante un tono discursivo donde el encabalgamiento es rey. Una lección tal vez aprendida en un poeta en el que pensaba mientras leía hasta que me di de bruces con una cita suya que me sacó de dudas. Me refiero a Claudio Rodríguez. Al Rodríguez más alucinado. No falta una veta veneciana, que uno atribuye a Gimferrer y que me recuerda, sólo eso, a la poesía de los cordobeses Azaústre y Rey. Ni influencias, reconocidas por Díaz, de Mallarmé, Dylan Thomas o Panero, un maldito de tantos. 
El ritmo te envuelve, te lleva, te seduce, aunque muchas veces no sepas de qué está hablando Díaz. En mi caso, lo confieso, casi nunca. Ya sabemos que la poesía no siempre ha de entenderse y que sentirla (repárese en el título del libro) es muchas veces suficiente. Este es un asunto casi tan viejo como ella. Va en gustos que uno prefiera la figurativa, digamos, o la abstracta. La clara o la hermética. Aquí, sobre lo críptico (que deriva en simbólico), predomina el valor de las imágenes. Los títulos remiten a situaciones muy concretas que el poema se encarga de sustanciar a partir, ya digo, del lenguaje y éste, y sólo éste, a través de la imaginación, crea su propia realidad. 
Al fondo, atisba uno la juventud como vivencia: Sí, "Nunca habrá juventud sin alegría". Ya se ve.