21.10.15

Salvador

Retana, mi amigo. Desde hace más de veinte años. Uno de los mejores. De los pocos que uno tiene, como supongo que les pasa a todos, aunque no me quejo. Un ejemplo. Por su tesón, por su fuerza, por su serenidad. Por su rigor también. Castellano austero de convicciones hondas y honradez sobrada. Vive el arte con intensidad (aquí le vemos en su estudio de Jaraíz de la Vera), pero despreocupado por la feria del arte. Es otro solitario a la intemperie (aunque en su último libro, recién publicado, Eloy Sánchez Rosillo haya escrito: "No hay intemperie / cuando con firme pie / y afanosa retina / nos adentramos en los incontables / e ingentes aposentos del asombro"). En la intemperie real, cuando está en su casa de Gredos y alterna los trabajos gustosos de la huerta con los de la pintura y la escultura, y en la figurada, tan común hoy. Va por libre. Ante todo, una buena persona.
Gran lector, ha colaborado en varios libros con Alberto Manguel, que goza de su amistad, y es editor de La Rosa Blanca, una exquisita editorial para pocos de la que más de una vez hemos hablado aquí. Además, es un adelantado en lo referente al libro de artista. Uno suyo estuvo expuesto en la Biblioteca Nacional hace poco. A esto, como a todo lo suyo, nunca le da importancia. Posee la rara virtud de la humildad. 
Nos vemos de vez en cuando. En Plasencia casi siempre. Charlamos alrededor de un té y una menta, respectivamente, que tomamos con prisa durante la pausa del recreo. Nos escribimos, eso sí, unas líneas cada poco. En las suyas nunca falta alguna frase digna de ser pensada con la debida calma. En el último mensaje, por ejemplo, dejó caer: "De nuevo a lo viejo, el campo es una casa humilde". Me consta que lleva una suerte de diario. Y que en sus anotaciones no faltan versos. No en vano lee poesía.
Los dos tenemos, ya es casualidad, un hermano cura.
La semana pasada le pedí un favor. Otro, mejor, porque ya abusa uno bastante de él; por ejemplo, solicitándole dibujos que cede encantado para las cubiertas de algunos libros. Esta vez necesitaba unas fotografías para ilustrar una extensa entrevista que se publicará pronto y pensé que nadie mejor que él. Porque domina esa técnica y porque no hay una tortura peor que la de posar, digamos, para un desconocido. Además, porque había elegido como bonito decorado Yuste y el Cementerio Alemán y sé que esos son también sus paisajes del alma. Estuvimos por allí un par de horas, disfrutando de una tarde otoñal de luz perfecta. De las vistas y de la conversación, que nunca falta (sobre todo desde que me oye perfectamente), y eso que me atrevería a decir que somos dos seres más bien silenciosos. Ya que lo menciono, me recordaba encantado un reciente paseo por las calles de la parte antigua de esta vetusta ciudad con un amigo común, Gonzalo Hidalgo Bayal, otro ser silencioso que conversa; autor, por cierto, del selecto catálogo de La Rosa Blanca. 
En el taller, que está en la parte baja de la casa que comparte con Montse, su mujer, y con sus hijos Victoria y Omar, que estudian fuera, seleccionamos después algunas imágenes de la sesión. Fue complicado. 
Encima de una de las mesas del estudio se quedó olvidado un envase con higos pasos que, según costumbre, cada año tiene a bien regalarme. De su producción serrana. Con lo que ha sacado este año por la venta de la cosecha de esa deliciosa fruta va a costear una nueva entrega de La Rosa Blanca: la anunciada antología de poemas sobre el Cementerio Alemán. Los versos ya están (con los permisos de los poetas conformados) y Miguel Ángel Lama ultima su prólogo. En el libro no faltarán obras suyas. Por cierto, en ese literario lugar nos conocimos, a propósito de una performance, o algo así, basada en mi poema sobre el retirado camposanto. Y hasta ahora. Salud, hermano.

En Yuste