24.12.14

Cicerone

Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975), licenciado en Derecho por la Universidad de Salamanca y funcionario del Excmo. Ayuntamiento de su ciudad natal (desde hace unos años, como eficiente gestor cultural), era hasta ahora un narrador que había publicado cuatro volúmenes de cuentos en pequeñas editoriales de Extremadura y Asturias: Cortometrajes, El Círculo de Viena, Cuaderno escolar y Palabras menores, y, también aquí, la novela Biblia apócrifa de Aracia. Sus cuentos y microrrelatos aparecieron, además, en antologías como Relatos relámpago y Por favor, sea breve 2.
Con Cortometrajes y Cuaderno escolar resultó finalista del Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España ese año. 
Sí, esto era así hasta que Santos dio en poeta y publicó su primer libro de verso, Cicerone, de la mano de uno de sus editores habituales, De la Luna Libros, y en una colección de referencia en las letras extremeñas, Luna de Poniente, una suerte de canon lírico ("La Generación de los 27", por las letras del alfabeto, al decir del ocurrente Marino González) donde no están todos los que son, pero sí (o eso supongo) todos los que están.
No debería extrañarme: recuerdo al jovencísimo estudiante que era tomando cañas con sus amigos en el Rialto con un libro negro de Visor bajo el brazo.
Llegados a este punto tal vez convenga aclarar que no puedo ser imparcial, sino decididamente subjetivo a la hora de comentar mi lectura de la obra. Es, por otra parte, lo que pretendo siempre. La objetividad, amén de imposible, es muy aburrida, más si se trata de crítica literaria. Otra cosa es que uno deje de lado el rigor y mienta, algo que ni ha ocurrido ni va a ocurrir mientras uno mantenga abierto este humilde rincón. Pequeño, sí, pero limpio.
Para empezar, y no es que lo diga yo, este libro autónomo, faltaría más, no se entiende del todo (o no del todo bien) sin la existencia de otro publicado en la misma colección hace poco más de un año: Plasencias. De hecho, a las explicaciones que da su autor en "Agradecimientos, dedicatorias" (una preciosa y lúcida poética escrita por el impecable narrador que Santos es), habría que sumar la cita o epígrafe que lo abre: "Habito una ciudad de la memoria". A partir de ahí, las casualidades, encuentros y desencuentros, ya son obra de Juan Ramón Santos que construye un libro sólido que alza el trazado de una ciudad propia, la de su infancia y primera juventud. Mirada y memoria, de nuevo los dos reinos del poeta, en torno a una vida cualquiera.
Al parecer sin pretenderlo, el libro comienza a la manera de Aníbal Núñez, con una "Descripción de la ciudad" (tal en Alzado de la ruina), y hay un poema que se titula, como allí, "Ab urbe condita". A uno esa involuntaria casualidad le gusta. Pocos libros sobre una ciudad mejores que ése. 
Santos echa mano de un viejo recurso (forma parte de su carácter): la ironía. También del humor. Es lo que prima. Al fondo, eso sí, como suele ocurrir, un poso de melancolía tiñe el conjunto. Se aprecia a veces un tono, digamos, desolado. No en vano alude a “la gris cofradía de los tristes”, numerosa, ay, por estos lares. Una sensación que me trasladó aquí atrás nuestro cura más culto, don Rafael, en una breve conversación sobre Cicerone en una "calle secreta" de Plasencia.
La "feliz mediocridad", los "sueños sin grandeza" (títulos, a su vez, de poemas), la resignación, las frustraciones, pero también el buen conformar, forman parte de la personalidad del personaje poético que narra sus felices o no tanto peripecias ciudadanas. Y digo "narra" porque hay mucha narrativa en esta poesía, algo que este lector aprecia, sobre todo, y más allá de las historias que se cuentan (alguna ya escrita previamente en forma de relato, como "La medida de todas las cosas"), en los largos párrafos o estrofas (que no lo son) que menudean en sus poemas. La escasez de puntos y la numerosa ristra de versos que "dicen" la mayor parte de los poemas. En eso tiene a quien parecerse. Hablo, por ejemplo, de Gonzalo Hidalgo Bayal, en cuyo Taller Literario Santos veló sus primeras armas. 
Por otra parte, sorprende al lector el dominio métrico (abundan los endecasílabos y los heptasílabos) que proporciona a los poemas un ritmo y una musicalidad dignas de elogio. 
El citado GHB, ha mencionado en su texto "Guía y métrica de la ciudad", la "deriva inversa" que supone esperar a la madurez para convertirse en poeta, que no es lo que suele pasar. Coincido con él, cuando afirma que "No se ha acercado, por tanto, a la disciplina poética ensayando balbuceos líricos de poeta en ciernes ni como medio inicial de aprendizaje retórico o sentimental".
Se preguntaba uno en la presentación ("Cicerone à trois") si es ésta una ciudad literaria. No lo sé, pero llama la atención que la “plaga poética placentina”, a la que se ha unido Santos, saque a la calle en poco más de dos meses cinco libros de poemas de autores nacidos aquí: Víctor Peña (que se estrena), Álex Chico, Francisco Fuentes, Pérez Walias, el mencionado Santos y uno mismo.
"Una ciudad es todas las ciudades", escribí. Y él: “En solo una ciudad / caben muchas ciudades.”
El último verso resulta elocuente: “esta ciudad que adoro y aborrezco”. De ahí que uno no deje de darle vueltas al viejo asunto del ir o quedarse. Por esa maldición o ese destino del que reside en un determinado lugar.