26.10.14

Don Santiago de los Mozos

Ya dije aquí atrás que necesitaba leer este libro. Ahora, con ese trámite cumplido, reconozco que me quedé corto. En estos tiempos amorales, debería ser una lectura obligatoria o, al menos, recomendada. En los institutos, pongo por caso, donde tanta morralla se lee, y las universidades, donde se lee tan poco. No digamos en las bibliotecas públicas, salas de estar de la democracia, y, sobre todo, en las cárceles, donde van a parar algunos corruptos. 
Mis expectativas eran altas, sí, pero así y todo no calibré bien el alcance de estas conversaciones de Agustín García Simón con Santiago de los Mozos que publicó en su colección Los cuatro vientos la editorial sevillana Renacimiento en 2012. 
Durante años, estos dos hombres se encontraron en distintos cafés de Valladolid y de esa charla incesante surgen estas páginas que son, en realidad, unas memorias del que fuera catedrático de Gramática general y crítica literaria en las universidades de Granada y la citada ciudad castellana. La misma donde nació en 1922 y murió en 2001. 
Sin haberse formado en la Institución Libre de Enseñanza, don Santiago fue un institucionista, alguien fiel a ese espíritu que tanto bien ha hecho y mucho más pudo hacer por la sociedad española del siglo XX y lo que llevamos del XXI. La Guerra Civil le marcó, como a tantos, y acabó en Venezuela, huyendo del asfixiante clima político (era mucho más que eso) de la dictadura franquista. Su regreso, tras diez años allí, le impulsa a culminar sus estudios de Filología (se doctora en Salamanca con una tesis titulada "El gerundio preposicional") y a emprender una carrera docente que no estuvo exenta de los contratiempos propios de este país cerril y cainita que odia la libertad de expresión, la independencia y el sentido crítico. 
De los Mozos fue un hombre de profundas, esenciales convicciones republicanas y laicas (lo que no obsta para considerarle un humanista), defensor a ultranza de la Ilustración, admirador del pensamiento de Ortega y también del de Unamuno, machadiano en más de un sentido y, por eso, gran lector del Juan de Mairena, al que citaba con frecuencia. Alguien, digamos, de la Tercera España.
Su tarea como profesor (él reivindicaba la palabra maestro), se funda en el vocacional y juanramoniano "trabajo gustoso", sí, pero lleva implícito un sentido de la responsabilidad elevado: debe estar bien hecho, de la mejor manera posible. Su preocupación no terminaba con la transmisión de conocimientos: enseñaba a sus alumnos a pensar.
De obra escasa, sin ser ágrafo, era "renuente a la escritura". Estaba convencido de que casi todo estaba ya dicho. Como Borges, no se jactaba de lo que había escrito, sino que se enorgullecía de lo que había leído. "Lo nuestro -dijo una vez a este propósito- es un futuro de secta".
El libro tramado por Simón se divide en nueve capítulos que van construyendo el retrato del hombre libre que fue. Además de trazar su semblanza de persona austera, pulcra y de sobria indumentaria, se habla de España, "este país que conllevamos" (lo abordado allí sobre el problema del nacionalismo, por ejemplo, cobra una actualidad sorprendente), del lastre de la tradición católica (en la que él le educaron), de América y lo americano (fruto de su experiencia venezolana), de los escritores y los libros (y del exilio como destino de los mejores), de la universidad y los colegas (un capítulo de especial dureza que ya he recomendado a mi amigo Lama, y eso que el vallisoletano no sufrió lo de Bolonia) y la negra provincia, ese "último reducto" (donde, entre líneas, nos reconocemos algunos solitarios). Termina con una prescindible coda sobre las mujeres y un apartado final a modo de resumen. Más allá, se añaden un perfil biográfico y un elogio de su figura que publicó García Simón con motivo de su muerte en la prensa local.
Además de la tertulia (de donde surge este libro), don Santiago fue un magnífico orador y sus conferencias, que nunca leía, se recuerdan aún. 
Adoraba su lengua, un castellano o español que se extendía hacia Hispanoamérica (como le gustaba nombrarla), y era, ya se dijo, un apasionado lector (que nunca se topó con otro compañero de facultad en librería alguna, como contaba sorprendido con la ironía que le caracterizó).
No, no tenía don Santiago pelos en la lengua. Ante todo, la verdad. Así le fue. Como su maestro Ortega, usaba la claridad, "cortesía del filósofo". Y mucho, por ser inteligente, el humor. Era partidario de la separación entre la Iglesia y el Estado y detestaba el estado de las Autonomías. Tanto como las mentiras históricas (vascas y catalanas, pongo por caso), la afectación y la hipocresía (tan propia de este país de católicos) y a ciertos escritores y personajes del mundo de las letras: Cela, su paisana Rosa Chacel, Vázquez Montalbán... García de la Concha tampoco sale muy bien parado. Al revés, aunque recelaba de los elogios, hablaba muy bien de Alarcos ("Alarquillos", como le llamaba su padre), Ramón Carande, Jiménez Lozano... Y mejor aún de Gracián y Cervantes, suma de todo.
De ello da buena cuenta este libro certero que uno ha subrayado y anotado con generosidad y que, en consecuencia, dejaré a la mano, para volver a él y no olvidar sus enseñanzas que, amén de las propias, se extienden a muchas tomadas de numerosos autores, algo propio de alguien culto y leído (citas perfectamente anotadas por Simón, preciso).
Tal vez fuera este francófilo liberal y moralista (como cualquiera que abogue, con rigor, por el civismo) un hombre de otro tiempo. No lo niego, si bien afirmo que su vida ejemplar es, a todas luces, de una actualidad alarmante. Si el pobre resucitara...