11.5.14

Pregón de la XXXIV Feria del Libro de Salamanca

Excmo. Sr. Alcalde, concejal de Cultura y Turismo, autoridades, señoras y señores, libreros y lectores, queridos amigos.
Lo dije hace ahora un año en este mismo sitio, cuando presentamos los poemas de Plasencias, que era un honor para un placentino venir a Salamanca, lugar de mi ya larga memoria, a hablar de libros. Para empezar, porque esta es una ciudad culta y libresca, en el mejor sentido -“Ciudad de Cultura y Saberes” reza el eslogan-, algo que tiene mucho que ver, claro, con su antigua Universidad. Una ciudad de los libros que cuenta con los tres pilares básicos que la hacen digna de ese título: una espléndida red de bibliotecas municipales y públicas, un puñado de excelentes librerías y, en fin, consecuencia de lo anterior, un nutrido grupo de lectores, ciudadanos a favor de la lectura, como uno ha podido comprobar en alguno de los clubes que aquí existen. No estaría de más añadir las imprentas, que, sin categoría de industria, tampoco han faltado nunca en Salamanca. Qué sería de nosotros –autores, libreros, bibliotecarios, lectores- sin la existencia del benéfico editor. En este sentido, déjenme mencionar siquiera a Ediciones Sígueme, de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, congregación a la que pertenece uno de mis hermanos, veterana y rigurosa casa editorial que tiene su sede a un paso del muy helmántico Colegio de Fonseca.
Para seguir, agradezco la invitación porque la tarea de pregonar (esto es, de “publicar, hacer notorio en voz alta algo para que llegue a conocimiento de todos”), porque la tarea de pregonar, decía, la trigésimo cuarta Feria del Libro salmantina (que puso en marcha el alcalde Jesús Málaga, extremeño de origen y viejo amigo) relevo a uno de mis maestros, el poeta Antonio Colinas, pregonero vitalicio de la misma, a quien tanto admiro y del que acabo de leer y reseñar para ABC Cultural su último libro, Canciones para una música silente, que se presentará, por cierto, aquí dentro de unos días, donde tan presente está Salamanca (el Patio Chico, la Casa de las Conchas...)
No olvido que compartió jurado, hace más de veinte años, con el Nobel mexicano Octavio Paz, del que conmemoramos estos días su primer centenario, en la cuarta edición del Premio Loewe de Poesía, que recayó en mi tercer libro, Una oculta razón. Por entonces, 1991, ya llevaba uno años surtiéndose de volúmenes en algunas librerías salmantinas.
Cuando mi novia empezó a estudiar Psicología, compaginé las compras en la placentina Cervantes, mi librería de toda la vida, ahora bajo el nombre de El Quijote, con las frecuentes visitas al húmedo sótano de la Cervantes de aquí. O en Hydria y en Víctor Jara, a la que acaso he sido, que los demás me perdonen, más fiel. Pero ha habido más, aunque no pueda, ya digo, nombrarlas a todas. Uno quiere hacer suyas las palabras de Azorín, al que he vuelto, alguien que sabía bien de librerías, bibliotecas y ferias del libro, cuando el de Monóvar dijo: "Leer y tornar a leer. No hay más remedio. Ése es mi sino: la lectura y también el amor a la soledad." Tampoco olvido, al evocar aquel tiempo, lo unida que está la ciudad a mi formación como lector, ante todo, y como poeta. Estoy viendo ahora mismo la humilde edición en rústica, apenas un cuadernillo, del poema “Casa Lys”, de Aníbal Núñez, otro de mis maestros reconocido, el autor de Alzado de la ruina, uno de los libros más bonitos que se han escrito sobre este lugar, alguien, como ha demostrado de sobra en su particular biografía Fernando Rodríguez de la Flor, indisolublemente unido a Salamanca, que conoció, amo y sufrió como pocos, una piedra más de entre estas piedras, un invisible rostro de esta plaza y de la aledaña del Corrillo, donde, en su presencia inquietante y fantasmal, tantas veces lo vislumbré. Y ya que lo menciono, no puedo dejar de elogiar la edición que ha hecho Delirio, de Fabio de la Flor, tanto del libro que acabo de mencionar como de Obras, de mi paisano Felipe Núñez, amigo íntimo de Aníbal, salmantino de adopción, poeta ante todo, autor de unos pocos libros que valen, se podría decir, lo que no está escrito. Y ya que de amigos y maestros hablo, sigo hablando, cómo no acordarse, ay, del extremeño Ángel Campos Pámpano (que hoy, como me recuerda Elías Moro, cumpliría 57 años), estudiante de filología en esta Universidad (la de sus hijas ahora), el sitio donde aprendió la lengua de Camões y empezó a traducir a Pessoa, Eugénio de Andrade y tantos otros poetas portugueses contemporáneos. Ángel, que era del Zurguén, y, cómo no, de Aníbal y de sus compañeros Tomás Sánchez Santiago (de Zamora, premio “Ciudad de Salamanca” de novela) y Luis Javier Moreno (de Segovia), dos de entre tantos poetas que en esta ciudad vivieron o viven, una ciudad que contó con sus propias Escuelas Poéticas, en el XVI y el XVIII, y que, como comento, nunca ha dejado de tener entre sus vecinos a escritores y poetas de renombre. Imposible no mencionar a Fray Luis o a Unamuno, Torrente Ballester o Carmen Martín Gaite, y, de ahora mismo, además del citado Colinas, a Juan Antonio González Iglesias, uno de los mejores.
Poetas de fuera, como el mexicano Luis Arturo Guichard, el ibicenco Ben Clark o el cántabro Alberto Santamaría, o de aquí (y cito sólo a los que conozco personalmente), como Charo Ruano, Ángeles Pérez López, Asunción Escribano, Antonio Sánchez Zamarreño, Andrés Catalán, Raúl Vacas o José Manuel Regalado, con el que me cruzo cada mañana, en mi ciudad natal y suya adoptiva, camino del trabajo y por la tarde en el paseo junto al río (un Tormes como tantos). Novelistas como Luciano Egido y Luis García Jambrina.
Dije antes que una ciudad de los libros, como ésta, se apoya en tres puntales básicos, a saber: las bibliotecas, las librerías y los lectores. Debo añadir que esa ejemplar construcción se abrocha perfectamente con la celebración anual de una Feria del Libro. Ésta. No debería ser noticia, pero en estos tiempos aciagos lo es que un ayuntamiento la apoye y la sostenga, que su red de bibliotecas la organice (gracias, bibliotecarias y bibliotecarios) con la inestimable ayuda, eso sí, de los libreros, auténticos protagonistas de la misma. Y ahí, también de la mano, los lectores que de la forma abierta y accesible, sin tener que franquear puerta alguna ni enfrentarse a los temores que al parecer infunden los abarrotados estantes en penumbra de las librerías, pueden adquirir ejemplares de los libros de sus autores favoritos o fatigar las mesas de novedades en busca de su libro perdido, ése que siempre nos está esperando.
Es una fiesta democrática por excelencia. De ciudadanos y para ciudadanos que siguen, que seguimos teniendo en el libro, y por extensión en las librerías, un refugio ideal para esta temporada de intemperies que nos ha tocado sufrir. Un refugio, sí, para resistentes, personas que encuentran en los libros y en la lectura una forma de enfrentarse a las imposiciones de la moda y del poder que últimamente se ha convertido en una máquina economicista incapaz de ver en la crisis otra cosa que no sea su vertiente financiera y de mercado y que, por tanto, se olvida de lo sustancial, de lo importante, de eso que llamamos la vida de la gente. Y pues que de vida hablo, cómo no recordar que los libros nos ofrecen la asequible posibilidad de vivir esas vidas que jamás viviremos, de aportar a la nuestra, por sencilla que sea, la intensidad de las peripecias ajenas, ésas que suceden en lugares lejanos y que, por eso, llevan implícita la aventura del viaje, esa metáfora perfecta de la literatura y de la misma existencia.
El libro, ese gran invento. Elogio de la lentitud. Para resistentes, decía, para quienes huyen de la prisa y la precipitación, para los que luchan contra esta vida líquida, según Bauman, que pasa sobre nosotros sin que apenas nos demos cuenta. Para los que nadan contracorriente en esta “época de elementalidad” donde “se tiende a juzgar como superfluo cuanto no trae provecho inmediato y tangible”, al decir de Javier Marías.
Y ahí, el libro. La lectura. Ejercicio de paciencia, imaginación y pensamiento, el que nos ha hecho y nos hace más humanos o, por decirlo de otra manera, la operación intelectual más maravillosa y compleja que un hombre o una mujer pueden llevar a cabo, gracias a la cual, insisto, su condición vital, y aun mortal, cobra verdadero sentido. Casi un milagro.
Y lo dice un maestro de escuela, alguien que se dedica a enseñar, entre otras cosas emocionantes, a leer. Sí, crear lectores, fomentar desde la escuela la lectura, es un trabajo gustoso como pocos, créanme. Que los niños lean y hacerlo con ellos, una bendición (ahora que no nos oyen).
La lectura, además, es un eficaz consuelo que, desde la soledad y el silencio, nos libra de la incomunicación y del ruido.
Ese “leer y tornar a leer” de Azorín que para algunos letraheridos no deja de ser una pasión confesable (fervor, diría Zagajewski), tiene en esta Feria del Libro, sí, su mejor lección. La que nos ofrecen los políticos al apoyar lo que los ciudadanos demandan y necesitan (porque la cultura, ay, no es un lujo, a pesar de lo que parece que piensan en el ministerio del ramo); la que nos brindan los libreros, noble profesión que para sí uno quisiera, tenaces en su defensa de ese “conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”, en definición del diccionario de la Española, el formato que uno defiende, mucho más bonito, sensual y práctico que el dichoso libro electrónico (y menos pirateable, si se me consiente el palabro), lo mismo que defiendo los libros que en verdad son literatura, los “libros literarios”, escritos por verdaderos escritores, y, cómo no, las librerías de siempre, actualizadas al devenir de los tiempos (atentas a los beneficios de la técnica y al uso de Internet, impulsando el fomento de la lectura), y no esos monstruos amazónicos dignos de los exóticos programas de la tedeté.
“Esto es una forma de vida hecha para resistentes, nada más, decía aquí atrás Lola Larumbe, de la librería Rafael Alberti de Madrid.
Por aquí van a pasar a lo largo de estos días, entre otros, Juanjo Millás, los del Filandón (Luis Mateo Díez, Juan Pedro Aparicio y José María Merino), Benjamín Prado, Amancio Prada y Juan Carlos Mestre, Giralt Torrente (nieto del aludido Torrente Ballester), Fulgencio Argüelles, Jaime Siles (que de joven enseñó latines en Salamanca) y el esquivo Gonzalo Hidalgo Bayal, con el que tendré ocasión de conversar -otro nombre de la literatura- el sábado que viene en este mismo sitio. Éste sí en un lujo.
Termino. Y no se me ocurre una forma mejor de hacerlo que leyendo mi particular “Elogio de los libros”; un poema, quiero creer, donde se condensa, virtud de la poesía, lo que los libros, esa tradición de tradiciones, son y simbolizan.

Por la descripción del paraíso, y la ceguera de Tobías y por el viaje de Jonás alojado en el vientre de una ballena.

Por las aventuras de Ulises a través de un mar color de vino y por la explicación de sus hazañas hasta que pudo regresar a Ítaca.

Por las enseñanzas de Virgilio acerca del tiempo que nos huye, irremediable, y, cómo no, por las de Horacio, que nos animó a disfrutar del momento que pasa y a llevar una vida retirada y modesta.
 
Por los jardines y fuentes de los versos árabigos, porque evocan la pérdida del inmenso desierto.

Por la flor del cerezo y la luna y el río, y por los pabellones y por las batallas que cantan los poemas de los clásicos chinos.

Por el amor que ha abierto las murallas de todos los castillos de la historia y por los trovadores que inventaron el modo de asaltarlas.

Por las coplas escritas a la muerte del padre, y las noches oscuras y la senda escondida, y la hermosa locura que inventó Don Quijote.

Por el descenso a los infiernos donde habitan los monstruos y el ascenso a los cielos donde viven los ángeles.

Por la busca del tiempo que creímos perdido en la patria feliz de la infancia.

Por los cuentos de hadas y los cuentos de lobos, por su felicidad y por su miedo.

Por los cantos oscuros de las tribus remotas, tan acordes al ritmo con que suena la Tierra.

Por la tristeza y por el entusiasmo que se esconden detrás de las líneas escritas por cualquier ser humano.

Por los mares del mundo: los del norte y sus sagas, los del sur y sus islas; y los de la persecución de Moby Dick y los profundos del Nautilus.

Por los héroes de leyenda y los seres reales porque son las dos caras de la misma existencia.

Por las volteretas de todas las vanguardias y los sueños que inventan con sus saltos festivos.

Y por todos los libros, incontables, que admiten recordar lo olvidado y volver a lugares donde nunca estuvimos y vivir esas vidas que jamás viviremos. Porque el mundo es un libro que nos lee y que escribimos.

Muchas gracias y ¡feliz Feria del Libro!

                                                                                              Álvaro Valverde
Plasencia, abril de 2014

Con el alcalde Fernández Mañueco y Julio López, concejal de Cultura