18.5.14

Felipe

Hablaba hace unos días aquí de la prosa y la poesía reunidas de Felipe Núñez y me quedé con ganas de comentar algo más acerca del autor. Algo que, en rigor, no tenía que ver con la obra en sí. Hacía referencia a la persona. A eso voy.
Conocí a Felipe, del que soy pariente lejano por parte de madre (que recuerda bien a su abuelo Felipe, buen maestro y de fuerte carácter, que, cosas de la vida, vendió a mis suegros un frigorífico de gas cuando tuvo que abandonar una casita que tenía en el valle del Jerte), conocí a Felipe, decía, a principios de los ochenta. Trabajaba en Plasencia, en el Banco Hispano Americano. Me acerqué hasta las oficinas del Puente de Trujillo a pedirle unos poemas para un suplemento del diario HOY que dedicaba unas páginas (tal vez sólo una) a la literatura. Con motivo de las Ferias. De momento dijo no, pero al final le convencí. Con una condición: sus versos irían (así fueron) con seudónimo. Usó Tabares, el segundo apellido de su abuelo paterno, pero el nombre que se puso no lo recuerdo. ¿Héctor, Manuel?
Nos hicimos amigos y frecuenté su casa (la de Ada Calvo, su mujer, y la de su único hijo, también Felipe), situada en uno de los rincones más oscuros de la plaza (la Mayor). Hablábamos mucho de poesía, comentábamos los libros leídos (novísimos y traducciones, sobre todo, de Visor e Hiperión, las colecciones del momento), siempre con una botella de vino de Oporto encima de la mesa. Le encantaba. Lo bebía por costumbre antes de escribir. En holandesas, preciso. Sentía debilidad por el tango. Y por Beckett y Borges. A quien más admiraba era a Aníbal Núñez, sin duda. En cierta ocasión invitamos al poeta salmantino a Plasencia. Dio una conferencia sobre "El Cristo de Velázquez" de Unamuno. Luego Felipe nos invitó a cenar en el Alfonso VIII. La noche terminó de mala manera por el exceso de alcohol (que uno, ay, apenas probó), en el Layron's, un pub de moda. Antes, al salir del restaurante, ya hubo un conato de bronca al intentar arrancar de la puerta del establecimiento el bonito cartel metálico de una empresa turística.
Felipe fue, sin duda, mi primer maestro literario. Vivo, quiero decir. Y cuando se fue a Cáceres, donde llegó a ser director de la entidad bancaria en la que trabajaba, seguimos viéndonos, tanto en el piso amplio de la Avenida de Alemania como en el más pequeño de la Cruz de los Caídos, el que vendió después al filósofo Isidoro Reguera, si mal no recuerdo.
Le imitamos cuanto supimos y pudimos hasta que nos dimos cuenta (¿verdad, Basilio?) de que era inimitable, salvo que no te importara, como a algunos, tener o alcanzar una voz propia. Por otra parte, ¿a quién ibas entonces a seguir en medio de este erial? Joven, quiero decir.
Fue el impulsor y airado redactor del “Manifiesto palmario, horrible, pero necesario, contra el arte rupestre del siglo XX en el oeste de España”, que, lo que son las cosas, vuelve a estar de actualidad en esta tierra con tendencia al atraso.
Me acuerdo de una excursión que hicimos en su coche a Guadalupe, con comida en el claustro del Parador, y otra, menos divertida, a Montánchez, a las jornadas "de poesía última" que allí organizaron durante unos años Diego Doncel (editor, junto a Fernando Pérez, de su primera poesía reunida: Balizamiento para un aterrizaje nocturno) y Pablo Nogales. También acudió Aníbal y hubo enfrentamientos personales entre, digamos, su facción (por allí andaba César Nicolás) y la de la "experiencia", representada en el pueblo cacereño por Abelardo Linares, Felipe Benítez Reyes y José Luis García Martín. Uno de los enfrentamientos tuvo como excusa algo que se dijo sobre Gil-Albert y Jesús Alviz, aunque nunca he sabido a ciencia cierta el qué. Llegamos a celebrar una reunión secreta en casa de Nogales para ver si ambas partes llegaban a un acuerdo de buena vecindad, algo que no llegó a conseguirse.
Recuerdo que llevé a Felipe Benítez un ejemplar de la antología Abierto al aire, publicada por entonces, y que me lo devolvió al día siguiente de habérselo entregado. Tan malo le pareció aquello. En ella figura, por cierto, Felipe, al que retrató para la ocasión Carlos Guardiola, fotografía que ilustra esta semblanza. En alguna comida llegaron a volar bollos de pan.
Estuve en el jurado que concedió a su libro Nombre o cifras (1985) el premio Constitución. Presidido por Juan Manuel Rozas, también formaba parte del mismo mi amigo Ángel Campos y es su último libro de poemas publicado.
Cuando Felipe se marchó a vivir a Salamanca, nuestro contacto casi desapareció. Hubo por medio, sí, algún malentendido, a propósito de las Becas a la Creación que concedía el Ministerio de Cultura. Al parecer había quedado en avisarle de la convocatoria (yo obtuve una a mediados de los ochenta) y no lo hice. Por olvido, pero... Siempre fue un hombre de carácter.
Gonzalo Hidalgo me recuerda que el día que se casó Pámpano nos acercamos hasta su casa. Recompongo esa visita y me parece ver por allí a Carlos Medrano.
Ese viaje sin retorno al norte (donde se licenció en Filosofía) tuvo distintas causas entre las que cabe destacar el desprecio que, según él, se sentía en Extremadura por su labor literaria. Y tenía en parte razón, por más que esa actitud sea aquí, tal vez como en todas partes, norma. Hay un texto significativo en Obras, "Lo malo y lo peor", donde al hablar de un homenaje a su amigo Alviz, recién fallecido, en realidad parece hablar de sí mismo y sobre esa situación. Alude al murciano Espinosa y al salmantino Núñez, menciona la enanomaquia y afirma que "Nadie sale limpio cuando saca la cabeza de un sedimento secular de caspa y grasa". También trae a colación una copla de Serrat: "Escapad gente tierna, que esta tierra está enferma, y no esperes mañana lo que no te dio ayer". Imposible alcanzar aquí, digamos, "una vida más alta". "Es cierto que el que pinta o canta o piensa o cuenta cuentos construye su mirada ardiente en la distancia con la tribu que le nace, pero también que se mancha de la miseria misma que combate, y hasta en las miserias hay modo y grado, y hay peor, y hay (y es el caso) lo peor de lo peor", termina. Es doloroso, pero también uno de los ejercicios que mejor retratan la lúcida manera de ser y de pensar de Felipe. Ahí está él de cuerpo entero.
Nunca he dejado de preguntar por mi admirado amigo, por tal lo sigo teniendo. Por su salud sobre todo, que se quebró gravemente y sin remedio. En la plaza de Salamanca hablaba hace poco de ese delicado asunto con alguien que ha seguido de cerca el proceso de su grave enfermedad, Fernando R. de la Flor, aunque prefiero omitir los detalles esa dura conversación.
En Morille tuve hace unos años la esperanza de encontrarme con él, pero fue en vano. Me temo que ya no será nunca.
La publicación de Obras por Editorial Delirio, al cuidado de Fabio de la Flor (con una subvención del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes del Gobierno de España "para su préstamo público en Bibliotecas Públicas"), habrá colmado algunas aspiraciones de Felipe, aunque, como sospecho, le cueste reconocerlo. De sus múltiples reticencias sabemos por las palabras que ha puesto al frente de ellas. Sus lectores, en fin, estamos también contentos. Ahora sólo cabe esperar el veredicto del tiempo. O no: que nos quiten lo leído. Me consta que más de un poeta joven se ha sorprendido al leerlo.
Concluyo ya este extenso capítulo de unas memorias no escritas. Hace treinta años que uno ganó el premio de poesía Ciudad de Badajoz. El libro, Territorio, el primero de los míos, salió al año siguiente. Traigo aquí, como primicia, una curiosidad: las palabras que Felipe, a modo de presentador, leyó en un salón de ayuntamiento pacense una mañana laborable de no recuerdo qué mes delante del alcalde, de Paco Pedraja, de algún representante de la prensa (o no) y poco más. El acto, no hace falta decirlo, fue triste y clandestino, como la poesía, querido amigo, lo es casi siempre. ¡Salud!