25.12.13

Un domingo de noviembre

Después de la visita dominical a mi madre, ese rito gustoso, cogí el coche camino de La Vera. Despacio, para poder disfrutar de un paisaje mil veces visto pero siempre distinto, inédito en cada mirada. Primera parada, Jarandilla. A casi una hora de casa. En el Parador, otro de mis sitios preferidos, cargado de recuerdos personales y familiares, tomé un té con leche a mediodía y leí con calma la prensa. En una butaca, ay, demasiado incómoda. Desde allí me dirigí hasta Cuartos, otro lugar de mi memoria. Me di un paseo desde el famoso puente hacia arriba, hacia la montaña, siguiendo un sendero marcado, una trocha paralela a la garganta, que contemplaba cada poco. No deja de sorprenderme al paso de los años esa corriente impetuosa, sus enormes cantos rodados y los más pequeños, las aguas transparentes en que se ha inspirado mi sencilla poética: sí, en la claridad está la mayor profundidad.
Para comer, Losar. El Carlos V. Elijo un consomé ("el caldito de la abuela", reza la carta) y rabo de toro ("un guiso tradicional"). El camarero me advierte, no obstante, de que la salsa lleva Pedro Ximénez y que a algunos clientes ese sabor dulzón no les convence. Todo está estupendo. Sobre todo, con las vistas que tengo delante, sierras que están conmigo desde mi más temprana infancia. El Chivetín de mis ancestros, cabreros en estas ásperas estribaciones de Gredos.
De vuelta, subo, como conté aquí atrás, a Guijo de Santa Bárbara, en busca de otros recuerdos, el de Emilio Antero ante todo. Y al bajar, paro en La Puente y me acerco a otra garganta, la Jaranda, y vuelvo a ver en sus aguas el reflejo de mi vida. Sin tiempo, renuncio a la caminata desde Cuacos hasta Yuste, que tanto me gusta, más en esta época otoñal. (En otoño llegué allí por vez primera.) Luego, no sin haberme detenido un rato en el Cementerio Alemán, suelo tomar el carreterín que va hasta Garganta la Olla, por donde caminamos Salvador y yo una mañana imborrable. 
Después de años sin pisar una sala, fui al cine. A ver El consejero, dirigida por Ridley Scott y con guión -poderoso, sin duda- del novelista Cormac McCarthy. Es dura, pero me gustó. Sin leer la reseña, confié en Boyero. Y hasta me emocioné con la mención expresa en la película a Antonio Machado. La poesía -ese refugio-, capaz de hacerse un hueco en cualquier parte. Qué bien traídos esos versos en medio de aquella inhóspita intemperie.
Puede que aquél no fuera un domingo perfecto, pero esta mañana de Navidad me lo parece.