14.7.13

Baile de máscaras

Hace ahora 9 años que José Manuel Díez (Zafra, 1978) publicó su primer libro: 42. El segundo, La caja vacía, ganó el Premio Cáceres Patrimonio de la Humanidad en 2006 y lo publicó Visor. En el blog anoté: “Lo que uno intuía se confirma: hay poeta. Y lo hay porque Díez escribe buenos poemas. Sólo por eso. Del nuevo libro de alguien se espera que supere al anterior. O que, cuando menos, lo iguale. Mi impresión de lector es que este es un libro más contenido y maduro que aquél; mejor, en suma”.
Llega el tercero; y a la tercera, según dicen, va la vencida.
Uno no intuía, seré sincero, que un poeta tan impulsivo y dotado acabara dando a la imprenta sólo tres libros en una década. Llega, como digo, una nueva entrega y lo hace bajo el deslumbrante amparo del Premio de Poesía Hiperión. Desde 1986, han ganado este galardón, uno de los más limpios y prestigiosos de la poesía española (llena de premios indecentes y desacreditados) algunos de los mejores poetas del panorama. Pero no es sólo el premio. Es el jurado (algunos de cuyos miembros ya estaban en el tribunal que le concedió el Cáceres) y, acaso lo que más importa, la editorial, Hiperión, una de las mejores de este país en lo que toca a la poesía.
Con este galardón, Díez se sitúa, además, en el mapa poético nacional. En el regional era de sobras conocido. Su penúltima aparición ha sido en la antología Matriz desposeída (Últimas voces de la poesía en Extremadura), cuyos editores son los profesores Morales Barba y Martín Gijón. Con todo, no nos engañemos, lo que de verdad importa, más allá de esta deliciosa parafernalia a la que tan dados somos los españoles, es el libro. Se titula Baile de máscaras.
Dos de las tres citas que abren el volumen son del todo elocuentes en lo que al título respecta. Una del músico alemán Robert Shumann: “Desde un punto de vista superior la historia del género humano puede ser vista como un prolongado baile de máscaras”, y otra de Gonzalo Rojas, el poeta chileno: “El tiempo de los encantos / es un baile de máscaras”.
¿En qué sentido? Puesto que hablamos de un libro de poesía, en lo que a partir de Browning, se denomina “monólogo dramático”. Un procedimiento, mezcla de ficción y realidad, que tanto ha dado de sí a lo largo y ancho de la poesía moderna y contemporánea y lo sigue dando en la postmoderna o dondequiera que ahora estemos.
En su libro Metapoesía y ficción: Claves de una renovación poética (Generación de los 50-Novísimos), (Madrid, Visor, 2007), el profesor y crítico Ramón Pérez Parejo sostiene que “esta técnica consiste en la elección de un personaje (llamado correlato objetivo) tomado de la cultura o de la historia que asume y transmite en primera persona las emociones que el autor real desea expresar. Con ello, el texto consigue alejarse del impudor del patético yo romántico, objetivar las emociones y, al mismo tiempo, crear sorprendentes connotaciones textuales. Robert Langbaum localizó los primeros casos de monólogo dramático en la lírica posromántica inglesa (Tennyson y Browning).”
En lo que respecta a la poesía española, y dejando aparte al muy anglosajón Borges, se rastrea su empleo en Cernuda, Valente, Gil de Biedma hasta llegar a la Generación de los 80 (y más), con parada y fonda en los Novísimos: Colinas, Carnero, Gimferrer o José María Álvarez. Sí, a este último es a quien más me recuerdan los poemas de Díez. Por sus títulos extensos y los epígrafes que suelen acompañarlos. No quiero dar a entender que estamos ante una poesía epigonal. El recurso no es nuevo (en poesía, ¿qué lo es?); sin embargo, los versos suenan con voz propia.
Por precisar, Díez da un paso más y hace que la mayor parte de los personajes conversen entre sí, establezcan un diálogo (que vendría a romper, en rigor, ese monólogo), algo que redunda en su carácter lírico, pues si por algo se significa la poesía es, precisamente, por lo que tiene de diálogo, como subrayó Paz. Esa “conversación en la penumbra”, al decir del poeta cubano Eliseo Diego.
Tampoco es ajena a esta manera de proceder la heteronimia y los heterónimos, los juegos de voces y el camuflaje verbal que tan lejos llevó Pessoa a través de la confederación de almas que encarnó; así, en un poema donde se recuerda a Porchia, Díez escribe: “Ser feliz con mis voces, / que son una voz sola.”
Las máscaras o personajes (palabra que remite a persona, del latín persōna, máscara de actor) utilizados para encarnar sus ideas o sentimientos son variados: guerreros, músicos, exploradores, poetas, neurólogos, matemáticos, historiadores, teólogos, filósofos, cineastas, fotógrafos y hasta un jornalero de su ciudad natal.
Góngora, Milton, Casanova, Chopin, Rimbaud, Van Gogh, Freud, Sartre, Dalí, Éluard, Reverón, Zweig, Huidobro, Seifert, Duchamp, Zagajewski son algunos de los protagonistas que figuran en los títulos de los poemas.
No falta un amplio capítulo de “Acotaciones” (que ocupa cinco páginas) donde se explica el origen y desarrollo del libro, se detallan múltiples referencias de los poemas, se ponen en relación los versos con las personas a quienes están dedicados y, en suma, se pormenorizan los diferentes contextos para que el lector no se pierda.
Poemas que, en su mayor parte, reflexionan en última instancia sobre la creación, de suerte que la obra tiene un innegable matiz metapoético (léase su poema sobre Pushkin), tal vez porque, como dijo Stevens, «la poesía es el tema del poema». Trate de lo que trate. ¿Y de qué tratan estos? Pues de asuntos muy variados y hasta de actualidad,  pero que, en resumen, son los consustanciales a la poesía: la vida, la muerte, el amor (“porque el dolor existe, nos amamos”), el paso del tiempo…
Se puede hablar de culturalismo, en el sentido de que la inmensa mayoría de estos poemas se refieren a hechos culturales o relacionados con distintos aspectos de la cultura: el arte, la literatura, la música… No en lo que respecta a la línea poética -tan suntuosa, decorativa y epatante- que tuvo su máximo apogeo entre los mencionados novísimos. Díez no es un snob.
También podría decirse, por comparación con la novela, que ésta es “poesía histórica”, pues que a la historia y a sus avatares (la guerra y la paz, pongo por caso) dedica no pocos poemas.
¿Y cómo están escritos? Uno destacaría dos cosas. Primero, el ritmo. No sé si la condición de músico de Díez tiene o no que ver con eso. Entiendo que son mundos complementarios, si bien distintos. No faltan, es cierto, las repeticiones, incluso a modo de estribillos No cabe duda de que tiene buen oído.
Incidiría después en la economía de medios con la que estos poemas están escritos: menos es más, una deliberada contención novedosa en Díez, más dado en sus primeros libros a la expansión, digamos, nerudiana; en la brevedad de los poemas (que apenas se rompe con algunos largos que en realidad no lo parecen por lo ajustado de su mismo decir); en su tono sereno y sentencioso, epigramático; en el gusto por la paradoja, tan consecuente con los inverosímil y absurdo de la existencia; en su capacidad de sugerencia (con más preguntas que respuestas), a pesar, o precisamente por eso, de lo esencial de su vocabulario (“palabras de familia gastadas tibiamente, que diría Gil de Biedma); en su claridad, en suma, tan bien entendida. Nunca simplismo. Otro rasgo borgeano. También en un puñado de poemas dedicados a mujeres. Díez escribe: “Me acuerdo de mujeres que nunca he conocido”.
No se podrá decir de esta poesía que es barroca, vanguardista o hermética. Sí celebratoria, conversacional y solar.
Uno de sus personajes dice: “valía más un verso que un diamante”. Creo que José Manuel Díez hace suya, con gusto, esa distinción entre valor y precio. Porque ama la poesía, y eso se nota.
“Al final de esta frase, joven Derek, / como al final de tantas otras frases, / solo el fecundo germen del silencio, / de lo escrito por nadie y para nadie.”, escribe Díez, melancólico, al final de su poema sobre el antillano Derek Walcott que es, además, el que cierra el volumen. Me parece que no va a ser su caso. No ve uno aquí “germen del silencio” por ningún lado. Le deseé hace nueve años que la fiesta no decayera y en ésas sigue. Y este poeta, créanme, tiene cuerda para rato.

(Nota: Esta reseña ha aparecido publicada en el número doble 757/758 de la revista Cuadernos Hispanoamericanos.)