30.6.13

En el Parador

En mi colegio es costumbre celebrar las jubilaciones en el Parador. No es un mal sitio. Últimamente, vamos a comer de tiros largos no menos de un par de veces al año. Son muchos los compañeros que, pudiendo hacerlo, abandonan deprisa y corriendo este barco viejo, destartalado y herrumbroso, de rumbo errático, que navega en medio de temporales con aires de tormenta perfecta, donde, día sí y día también, los pobres y sufridos marineros tememos zozobrar. La educación, ese Titanic.
El último convite tuvo lugar el martes pasado. En la preciosa sala Capitular. Ya se sabe que, al depender del Estado, estos prestigiosos establecimientos han sufrido recortes, también de personal. Cómo se nota. Basta retrotraerse al pasado año y comparar. La del otro día fue una comida muy mal servida y de calidad más que discutible en lo que respecta a la elaboración del menú. Algo que no casa ni con el establecimiento ni con el precio del cubierto, que por educación no voy a especificar. Los entrantes se amontonaban (y no precisamente por la abundancia) y el plato principal, al menos para los que elegimos pescado -dorada, por más señas-, fue de una insulsez penosa. Con decir que el grueso del relleno de verduritas eran las famosas zanahorias cortadas en juliana que venden envasadas en bote... Sí, esas que se caracterizan por su textura y sabor a... exquisito plástico.
Lo mejor de la jornada le ocurrió a mi compañera de enfrente. Vio lo que parecían unos pequeños cristales en su cuenquito de salmorejo y, ante la duda, fue devuelto a la cocina. E. preguntó al cabo de un rato por su crema y le contestaron que habían hecho las justas por lo que, en consecuencia, se quedó sin probarla. Cosas así no suceden ni en el peor restorán del pueblo. 
El próximo jubilado ya está pensando en conmemorar su huida en otra parte. Le alabo el gusto.