11.7.12

Hopper

Autorretrato, 1925-30. Whitney Museum of American Art, NY


















Una de esas visitas relámpago que solemos hacer los de provincias a Madrid -de compras, de médicos-, nos ha permitido recorrer la comentada exposición Hopper, inaugurada el mes pasado en el Museo Thyssen-Bornemisza.
Ignoro si, como dice uno de sus comisarios, Tomàs Llorens, Hooper es el mejor pintor norteamericano del XX, lo que viene a querer decir uno de los mejores del mundo en ese controvertido siglo, también para el arte. Le molesta a uno que se trate a los músicos, los escritores y los artistas en general como si fueran deportistas. Como si sus obras fueran computables. Una cosa es el canon, necesario, y otra las clasificaciones competitivas, del todo prescindibles en materia cultural.
Lo que sí puedo afirmar, con toda la modestia que cabe al caso, es que sus cuadros me gustan. Desde hace mucho, añadiría. Sí, por la cantidad de gente que se amontonaba en las salas -y eso que el horario era intempestivo (casi a la hora de comer) y los grupos entraban de quince en quince-, por la abundancia de productos de merchandising que vendían a la salida, se puede asegurar que el neoyorkino de Nyack está de moda. 
Esta querencia por la obra de Hopper no es nueva entre escritores y, menos aún, entre poetas. Una de las monografías más conocidas sobre su obra, Silent Theater: The Art of Edward Hopper, está escrita por Mark Strand (aquí la publicó Lumen), el poeta canadiense residente en Madrid, que también está, por cierto, de moda.
Hay algo en su pintura que inspira. A lo mejor es que es poética; es decir, que en sus asuntos y en su forma de revelarlos hay, sea esto lo que quiera que sea, poesía. Soledad, melancolía, ensimismamiento, sugerencia, luz... son palabras que definen, entre muchas, ese estado de ánimo al que me refiero. Tal vez, ya digo, pura poesía.
No hablo de técnica, aunque según el citado Llorens, sea impecable, de consumado artesano, en el mejor y más noble sentido del término; de alguien, en suma, que conocía bien su oficio.
Me han encantado las cubiertas de las revistas que ilustró. Preciosas, como comentó una señora a mi lado, las acuarelas. Estupendos -ah, la belleza de lo pequeño- los grabados. Y qué decir de los cuadros más conocidos, tanto las escenas de interior (Sol de mañana, Habitación de hotel) como los de casas, ciudades, carreteras y paisajes (norteamericanísimos). 
Me han dejado indiferente los cuadros, digamos, "teatrales". Lo suponía: iba uno a ver lo que ya había entrevisto en las páginas de los libros y las enciclopedias, en papel y en internet.
No se ha prodigado uno recorriendo exposiciones. Y menos desde que los ciudadanos nos hemos vuelto tan cultos que formamos interminables filas para entrar en los museos. Ésta no será fácil de olvidar. Hoy la visita relámpago de los provincianos a la capital ha cundido. Tanto como a uno le ha rentado la pintura poética -o sólo literaria, vete a ver- del misterioso y solitario Edward Hopper.