4.6.12

Los ensayos de Montejo














La Biblioteca Sibila - Fundación BBVA de Poesía en Español llega al número 30 de la colección con un libro imprescindible: El taller blanco y otros ensayos, de Eugenio Montejo (Caracas, 1938-Valencia, Venezuela, 2008), uno de los grandes nombres de la poesía hispanoamericana contemporánea. Sí, habíamos reconocido la importancia de su poesía, muy bien divulgada en España, pero no habíamos tenido acceso hasta ahora a la edición del corpus (casi) completo de sus ensayos, al menos a este lado del charco, un hueco que este libro viene a llenar (una obra, cabe precisar, complementario de El cuaderno de Blas Coll, que aquí publicó Pre-Textos). A los textos que componen la versión original del libro (publicada en 1983), el perspicaz editor, Juan Carlos Marset, ha añadido seis ensayos de los últimos años del poeta venezolano.
Tras una breve introducción acerca de la poesía en un tiempo sin poesía, que remata con una cita de Herbert Read: "El poeta tiene todos los privilegios, menos el de mentir", Montejo aborda la poesía del mexicano Pellicer, poeta de la luz del trópico, para seguir después con la de su paisano, el "raro" y "mal leído" Ramos Sucre y la obra "insular, señera y distante" de alguien que la final de su vida dijo: "Leopardi es mi igual". Después, Cavafis, "poetas de la historia" y "de la vejez"; el expresionista Biel; el rumano y silencioso Lucian Blaga, que disputó el Nobel a JRJ; el desconocido (para uno) Simón Rodríguez, poeta tipógrafo; el argentino Raúl Gustavo Aguirre, líder del movimiento Poesía Buenos Aires, allá por los cincuenta; Mairena, el heterónimo machadiano tan presente en su obra; el pintor Reverón (que a uno le descubrió, cómo no, Juan Manuel Bonet) y su "cruda intemperie marina", que le sirve de pretexto para hablar de viajeros ilustres por las costas del litoral venezolano y sus playones solitarios; el sorprendente Alejandro Rossi (cómo olvidar su Manual del distraído); Pepe Bianco, alma de la revista Sur; Lisboa, ciudad al lado de un río donde Montejo vivió, "ciudad oblicua" (como la lluvia de Pessoa) de los calceteiros; Gervasi, uno de sus maestros, diplomático como él; el brasileño Cassiano Ricardo (la poesía es "una isla rodeada de palabras por todas partes"); los "emisarios de la escritura oblicua" (Malte y Rilke, Teste y Valéry, Caeiro y Pessoa, Mairena y Machado, Barnabooth y Larbaud...), escritores "de espejo", de la "disolución del yo" (Bachmann), poetas del "desdoblamiento" y la heteronimia; Borges (los Borges de Borges); el portugués Sá-Carneiro, a quien compara con Sucre (nacieron con días de diferencia), en un ensayo muy bien trabado: elegantes y torturados poetas de espejos y laberintos, suicidas los dos (Sá-Carneiro en París a los 26, Sucre en Ginebra a los 40), políglotas y traductores ambos; el aforista Lichtenberg, fumador de pipa de tabaco de Varinas (de la Barinas venezolana); Lisboa de nuevo, su primera llegada en barco, días antes de la Revolución del 25 de abril; Pedro Lastra y los monosílabos (del que comenta su precioso poema "Ya hablaremos de nuestra juventud"); Gonzalo Rojas, "poeta de la madurez", como Cavafis; Carlos Germán Belli...
No he mencionado dos ensayos capitales del libro. El que le da título, "El taller blanco", donde Montejo explica la importancia que tuvo el horno de pan de su familia para que él fuera poeta (una hermosa y blanca metáfora), y "Fragmentario", donde recoge reflexiones de pura poética. "El poeta moderno es duro", "ya se sabe separado de una pureza inocente" (que le recuerda el "busco un país inocente" de su admirado Ungaretti). "Pasivamente femenina es la creación". "En todas las palabras de un poema ha de leerse siempre su necesidad". "Se ha olvidado que la poesía debe crear una música que nos haga pensar". 
El autor de Alfabeto del mundo (un libro que tengo siempre a mano), quien hizo suyo el comentario de su paisano Rafael Cadenas: la poesía nos hace "más vivo el vivir", convencido de que ella "encarna el lenguaje de la intimidad, el lenguaje con que a solas nos hablamos a nosotros mismos y hablamos a los seres y cosas que más nos atañen", escribió: "El hombre es, pues, fatalmente oscuro. Sólo mediante el relámpago del poema se logra, cuando se logra, atisbar algo de la claridad que es como decir la identidad de quien lo escribe, a la vez que puede servirnos para columbrar la de quien lo lee". Y que lo diga.

(Fotografía de Lisbeth Salas)