19.1.12

Tempero

Así se titula el libro de Fermín Herrero que publica Hiperión (a pesar de los comentarios que me llegan, resiste) y que, según el diccionario, significa "sazón y buena disposición en que se halla la tierra para las sementeras y labores". No sé la tierra, pero Herrero sí estaba en ésas cuando escribió los poemas que lo componen. Poemas, por cierto, que uno ya conocía, aunque no en su actual forma impresa, porque tuvo ocasión de leerlos en un certamen que no ganó (al final se llevaron el "Alfons el Magnànim" de Valencia). Eso quiere decir, por volver sobre el aforismo de Juan Ramón, que el libro era o es otro y que prefiero éste, tan sobrio por fuera como por dentro, con las bonitas encinas de Arrechea en la cubierta. 
No, en su momento no se abrió la plica ni el autor, que no sabía de mi presencia en el jurado, me envió aviso alguno. Abrí el mecanoscrito, leí y dije: esto es de Fermín Herrero. Tan personal es lo suyo, tan diferente a lo del resto. Tan fácil señalarlo como propio. En Tempero acaso se note aún más. Supongo que la madurez es eso, salvo para quienes gustan de cambiar de voz (o eso quisieran; tenerla, digo) en cada nueva entrega o para los que se empeñan, a deshora, en estar a la moda de leche, cacao, avellanas y azúcar. Éste no es el caso. Al revés. Aquí no se camina hacia fuera, sino hacia dentro. Por las tierras altas de Castilla, por el alma de ese paisaje eterno. En Ausejo de la Sierra nació el poeta y a Soria vuelve una y otra vez, como demuestra Tempero, un libro donde el campo (la naturaleza) se hace palabra; machadiana palabra, claro, en el tiempo. "El asombro de ayer, idéntico / asombro, el de mañana". Y allí, un mundo que se fue. O, mejor, que se habría ido si él no lo hubiera sujetado con versos tan despojados como las parameras que frecuenta, tan libres como sus montañas desoladas, tan fríos e intensos como la nieve que cae desde el pasado y tiñe de blanca melancolía su presente. Climas, podría haberse titulado la obra. Los que transita a través de las estaciones con esa sabiduría antigua ("entre orientales y castellanos" define a sus versos) y campesina que le singulariza. Y siempre a la intemperie. Con "mis metafísicas", pero limpio, él y sus poemas, "de polvo y paja". 
Herrero pertenece a la estirpe de los paseantes: "Un paseo, una vida", escribe. A la de Claudio Rodríguez, castellano esencial como él y, como Herrero, maestro del encabalgamiento. O como su amigo Jiménez Lozano, con cuya sencillez poética (tan difícil) comulga. 
Al leer estos poemas uno piensa en miniaturas, en pequeñas acuarelas, de tan sutiles. Y, a pesar de su gravedad, en el mejor y más hondo sentido, de la tristeza que flota sobre ellos como la niebla persistente del invierno ("en el dolor no hay nadie"), de la "añoranza" o la "nostalgia" o la "desolación" ("estamos hechos de miedo") que se cuela por puertas y ventanas, la serenidad lo impregna todo, quizás porque, como escribe, "la belleza / es tranquila". Sí, la suya es una poética de la humildad, de la pobreza entendida como decir esencial, de lo austero. 
"Pero lo que fui, soy", confiesa en un verso. Hay una fidelidad a los orígenes insoslayable, de ahí que no pueda por menos que hacer alusión al "pueblo del que nunca salí". 
Son muchas las sorpresas que depara este libro a contracorriente. Poemas como "Amarte como nunca", por ejemplo, delicadamente amoroso. Lejos, como todo aquí, del tópico.
Libro de otro tiempo y, por eso, de todos. De cuando las palabras, por usar un verso suyo, "no estaban lastimadas". Libro que colma al lector, a pesar de que anuncie: "Todo está por decir".