22.12.11

Félix Grande, fieramente humano



















Cada vez que coincidía con Félix Grande (hace unos años, con cierta frecuencia), me preguntaba por la poesía. Solía decirle que poco, pero que algún poema escribía (entre otras cosas, porque él mismo me advirtió de lo peligroso que era olvidarse de hacerlo por culpa de un eventual servicio público que además, como acabó sucediendo, ningún político me iba a agradecer) y me contestaba siempre que lo mío era suerte porque a él ya no le salía. Se ve que aquella racha pasó. Hace unos meses publicaba en Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores la última edición de su poesía completa, Biografía, con prólogo de Ángel Luis Prieto de Paula, donde se incluía un extenso poema inédito: La cabellera de la Shoá (que no conozco), y ahora, en la colección Palabra de Honor de Visor, Libro de familia. El título no deja lugar a equívocos. Hay poemas destinados (más que dedicados) a Francisca o "la Paca" o "Curra", su mujer (último Premio Nacional de Poesía); a Guadalupe, su hija (también poeta); a su padre y su madre (que le nació en Mérida en plena Guerra Civil), a su suegro, el pintor republicano Lorenzo Aguirre... y a sí mismo, al "hijopaterno de mí".
A una edad ya avanzada, Félix Grande hace recuento, recuerda, pide perdón, se confiesa, conversa con los vivos y con los difuntos y todo eso (y más) lo hace, "criatura del dolor", desde el desgarro, desde la visceralidad, desde la inmediatez, desde el exceso, a tumba abierta, como quien redacta un testamento para intentar saldar las cuentas pendientes con su dura, difícil, particular e intensa existencia, para tirar por tierra el odio, la culpa, el miedo, la humillación y el rencor, que tanto y tan largo ha padecido y que por medio de la fraternidad, el perdón y la piedad parece haber superado por fin. Al fondo, claro, la infancia y, ya allí, la posguerra y, cómo no, la pobreza, "la cultura de la pobreza".
Poesía inspirada, que parece surgida a borbotones; excesiva, ya se dijo, y hasta brutal a ratos, escatológica por momentos incluso; más preocupada de lo que se dice que del decir mismo; vanguardista dirían algunos, superrealista para otros, llena de fuerza en todo caso, con  versos, rimas, versículos, poemas en prosa y prosas con poesía (como en las notas esenciales de "La letra pequeña"); despojada, esencial e innovadora; con palabrotas, neologismos y vulgarismos; poesía hablada más que escrita (qué bien hubiera venido un cedé con los poemas dichos por el propio poeta: yo, al leerlos, le he escuchado); urgente, veloz, directa, que huye de la poesía vacía, la más culturalista (que no culta) y lujosa; humana más que humanista, fieramente humana. Y ya que lo cito, llena de homenajes a sus maestros. A los clásicos (de Cervantes a Kafka) y a los contemporáneos: Blas de Otero, sí, pero también a José Hierro, Antonio Machado (a quien dedica uno de los extensos poemas del libro), César Vallejo... Deudora de otro magisterio capital: el del flamenco, una forma de ser y de sentir y de vivir que él centra en su larga historia y su indudable verdad, la de otros maestros: La Periñaca (que dijo aquello de "cuando canto a gusto, me sabe la boca a sangre", una poética asumida por Grande), Paco de Lucía, Antonio Chacón, etc. Y otra música, más lejana: la de Bach.
"En el principio fue la angustia, /  la humillación, el miedo, el hambre", escribe. Le he escuchado muchas veces citar a su amigo Saramago, aquello de que "el hombre es un animal inconsolable". Y para luchar contra ese destino maldito Félix Grande ha optado, optó, por la palabra, porque "las palabras han nacido para erguir a las emociones". Por la Poesía, tan cercana a la pobreza y al dolor, pero tan rica y consoladora, aunque no salve.
Qué a gusto se habrá quedado el poeta tras escribir este libro. Ninguna terapia mejor. Eso sí, consciente de que, a pesar de eso (o a su favor), quien escribía el libro era alguien en pleno ejercicio de sus facultades poéticas; alguien que, sin querer (o queriendo, vete a ver: por pura necesidad), volvía a hacer verdad ese tópico de que hay poetas que siguen escribiendo buenos libros al final, es un decir, de su vida y no sólo cuando son jóvenes o, como Rimbaud y su admirado Claudio Rodríguez, todavía adolescentes. Qué lección, Félix.
En la foto de Alenarte, F.G. y F.A.