18.5.11

Días de García Martín

Ya nunca nadie podrá decir aquello de que la literatura española carece de libros de memorias y de diarios, porque esa literatura del "yo" ha abundado en los últimos años, no digamos desde la aparición de los blogs. De los que han nacido con voluntad literaria, quiero decir. De "ególatras grafómanos" como dice el protagonista de esta entrada.
Dos décadas han pasado, recuerda José Luis García Martín (Aldeanueva del Camino, 1950) en Para entregar en mano (colección Levante de La Isla de Siltolá), desde que publicó sus Días de 1989, primer volumen de sus diarios. Luego han venido muchos más. La mayor parte los ha ido leyendo uno, aunque de aquél no salí bien parado. Uno, preciso, y algunos más, sobre todo poetas. No en vano su autor fue durante varios lustros crítico de referencia, amén de antólogo; apreciado o temido, según tendencias. No creo que haya dejado de ser lo primero (de lo segundo se retiró hace tiempo), pero al no ejercer la crítica, como él dice, en medios de primera línea, cualquiera puede acabar como el olvidado Florencio Martínez Ruíz.
De los diarios de JLGM se podría decir que configuran un mismo libro, por seguir la terminología de su amigo Andrés Trapiello. Sin embargo, como los poetas que más le gustan, con ser siempre iguales, suenan siempre de forma distinta.
Estos se ocupan de dos años: 2008 y 2009.
Nadie más rutinario que él: "El orden es la mayor aventura". Sus jornadas están hechas de madrugar, dar sus clases de literatura en la Universidad de Oviedo (si es domingo, toca el "peripatético rito bibliófilo"), comer en cualquier restaurante de menú, pasear, leer y escribir (más en cafés que en casa: "como a todos los solitarios, me gusta la gente"), asistir a tertulias, ir al cine, escuchar óperas, contestar a cartas y e-mails, ver la tele después de cenar y no trasnochar nunca. No sé si sigue viajando cada sábado a Avilés, según costumbre, ahora que su madre ya no está.
Con todo, su gusto por viajar (por volver, ante todo), rompe esa aparente monotonía y, entonces, nos habla de Venecia (a la que dedicó un precioso libro), Lisboa, Nueva York, Nápoles o Buenos Aires que, junto a Coimbra, Perugia y Aldeanueva del Camino, son sus lugares del alma. Sí, aunque confiesa que odia el campo (que, como casi todos, identifica con lo rural y sus miserias espirituales), su pueblo natal está muy presente, cada vez más, en su vida. Algo muy lógico. Quizá por eso, entre líneas, envidia la vida retirada del poeta Antonio Moreno.
Martín colecciona también jardines y casas. Le encantan las enumeraciones caóticas, tan borgeanas. O trufar las páginas de aforismos, sentencias, haikus (excelentes), epigramas, listas (sabe, por ejemplo, los enamoramientos que ha tenido o el número de personas que le estiman), encuestas y todo tipo de ocurrencias que unas veces entretienen y casi siempre le hacen a uno pensar. Suelen ser pessoanos desdoblamientos, propios de alguien que al que le gustan los heterónimos (del fotógrafo Juan Ochoa, uno de ellos, es la imagen de la cubierta).
Paradójico por naturaleza, puede ser tierno (sus amigos, reunidos en Ronda, averiguaron hace años, lo cuenta Trapiello, que tiene corazón), al recordar a nuestro querido Ángel Campos, o sentimental (como cuando llora con la biografía de Hölderlin escrita por Antonio Pau), pero también cínico (o eso me parece a ratos), vanidoso ("Algo sé de vanidades. Al fin y al cabo llevo toda una vida lidiando con poetas"), acaso un poco misógino (del amor y todas sus variantes, matrimonio inclusive, no faltan incisivas referencias) y, cómo no, malévolo. Con Javier Marías, Gamoneda, Gimferrer, S. Rosillo, Caballero Bonald o Muñoz Rojas; "la menor cantidad de poeta posible", según él. Con todo, se agradece que las maldades no abunden tanto como solían, por más que le cuadre aquello de genio y figura. "El literatura, como en lo demás, si no molestas es que no existes", ha dicho. O "Si nadie te detesta, no eres nadie".
En las páginas de este libro, como en todos los suyos, lo real y lo inventado o imaginado se sucede sin solución de continuidad. "Miento siempre, pero nunca engaño" es una frase suya que explica bien lo que queremos decir. O esta otra: "Todos nos creamos un personaje".
Lo que más me gusta de este libro (de sus dietarios en general) es su capacidad de encantamiento, esa perplejidad ante lo nimio y lo sencillo (un atardecer, el canto de un pájaro, la lectura de un poema, el encuentro con un libro antiguo, la conversación con un amigo, la visión de una ciudad amurallada o el jardín cerrado de una vieja casona), esa naturalidad ante la común existencia que sólo un niño o un "perpetuo adolescente", como él, puede comprender en su verdadera dimensión y maravilla y, en consecuencia, transmitir.
"Yo soy feliz a menudo", escribe, y eso se nota. Por eso, ya digo, es tan gratificante pasear por el mundo al lado de alguien al que "cualquier nimiedad me fascina", a pesar de que se considere "un hombre de aburridas obsesiones" que a ratos se ve "enredado en melancolías".
Porque le conozco desde hace muchos años, porque fue decisivo en mis primeros tanteos literarios, porque soy rutinario, estable, madrugador y nada noctámbulo como él, porque también he estado con paisanos emigrantes en Suiza, porque compartimos muchos poetas y no pocas lecturas, porque sé que no está pasando por sus días mejores (por la reciente muerte de su madre), porque, en fin, aprecia también uno el humilde milagro de la vida común y sencilla, he leído con tanto interés y he sido tan feliz leyendo Para entregar en mano. Libros así, como decía al principio, confirman que nuestra literatura memorialística goza de excelente salud. Eso y que José Luis García Martín es humano.