24.7.05

Piscinas

Con ser inventos que se pierden en el día de los tiempos (¿por qué va a ser siempre en su noche?), las piscinas siguen siendo un icono de la época moderna. Podemos recurrir al cine y a la televisión (a esas películas californianas con pileta comunitaria y cuerpos esculturales), al arte (los cuadros de David Hockney) o a la literatura (recuerdo ahora un poema de Justo Navarro). Son, sin ir más lejos, uno de los símbolos del desarrollo de nuestros pueblos, ninguno de los cuales, prácticamente, carece de ella.

Esto, con haberse universalizado en los últimos años, no es un fenómeno nuevo. Eso sí, las primeras piscinas que uno visitó en el medio rural no eran públicas, como ahora, sino privadas. Si aguzo la memoria, quizá la primera donde me bañé fue la de Puerto de Béjar. Como pueden suponer, lo único imborrable fueron sus gélidas aguas; algo a lo que uno, ay, ha perdido, con la edad, toda afición. Adiós piscinas de La Garganta y Piornal. Adiós aguas heladas de las gargantas de Gredos y del Infierno. Adiós, en fin, a las de las lagunas del Trampal y Solana, donde uno se mojó de muchacho.

No mucho después debí conocer, ya en La Vera, la piscina de Jarandilla donde pasamos uno de aquellos domingos de excursión familiar, cuando se impuso entre los adultos un práctico criterio de comodidad que jugó, eso sí, a favor de los niños, siempre proclives a los suelos lisos y a las aguas tibias. También en esa comarca, visitábamos la de Aldeanueva, en el alto, cerca del cruce que baja al camping, otra de las clásicas.

Volviendo al otro valle, el del Ambroz, también la de Hervás fue una piscina pionera y, en consecuencia, otra de las primeras que visitamos.

Como decía la semana pasada, este trasvase de aguas frías y transparentes a otras no menos transparentes pero templadas fue, visto desde ahora, una pérdida. No estoy tan seguro, eso sí, de que, como insinuaba más arriba, uno lo entendiera entonces así. Qué duda cabe que para unos críos, para bañarse con primos y disfrutar de los juegos consiguientes, las piscinas ofrecían unas ventajas vedadas a las peligrosas gargantas y ríos de estos alrededores. Por eso, en masa, apenas se abrieron en Plasencia la piscina municipal y la del Km. 4 (uno de los nombres más útiles que conozco para denominar un lugar) niños, muchachos y adultos las asaltaron sin piedad dejando el río como reducto de algunos personajes extraños que leían a sus orillas, para los fines de semana (en el caso de magníficos charcos del Valle como el de Regino, en el kilómetro 15, o Benidor, sin eme) y las vacaciones de verano, pues por entonces veranear fuera del pueblo no era una costumbre tan extendida como ahora.

Con el tiempo se ha llegado incluso a un perversión interesante: la de unir lo fluvial y agreste, digamos, con lo civilizado y urbano. De ahí ha surgido un híbrido curioso: las piscinas naturales (como La Isla de Plasencia), que tanto abundan en zonas hermosísimas como la Sierra de Gata, las Hurdes o en el Ambroz, La Vera y el Valle. De las primeras, por desgracia, poco puedo hablar, pero sí puedo hacerlo de las que rodean Pinofranqueado, pongo por caso. Allí pasamos un verano hace años. Mi costumbre era subir cada tarde a una de aquellas alquerías con mi hija en busca de un refrescante baño que sólo lograban amargarte esporádicamente los mordiscos (aquello eran más que picaduras) de las moscas del tamaño de un burro que por aquellos entornos serranos pululaban.

No dudo de las múltiples ventajas de las piscinas. En los tórridos estíos de esta tierra, y más en lugares donde por desgracia no abunda en agua o no tienen la suerte de tener a mano un río (como decía Ángel Campos en uno de sus poemas), un baño reconforta y ayuda a sobrellevar los agobios del calor como pocas cosas pueden hacerlo.

Las piscinas son sitios para refrescarse y practicar ejercicio (y hacer deporte, en su caso), pero donde además la gente se reúne. En este sentido, son espacios donde la sociedad civil fomenta la comunicación y, en consecuencia, la democracia. A diferencia del club privado, allí se dan cita todo tipo de ciudadanos. Por eso son ejemplos de un servicio público ejemplar y verlas limpias y bien atendidas dice mucho de las corporaciones municipales de las que dependen. En esas aguas, si me permiten la licencia, se refleja a la perfección un ayuntamiento.

Uno, a pesar del trabajo y del sol (pocas cosas odio más darme crema protectora), suele acudir a diario. Es una sana costumbre que viene, ya ven, de atrás. De cuando empezamos a ver el mundo con otros ojos por el simple hecho de cambiar la arena y los rollos por el cloro y los azulejos. No había elección.
(De HOY)