7.5.18

Ciudades líquidas

© Ferran Mateo
De En la ciudad líquida. Derivas, interiores, exilios (Caballo de Troya), de Marta Rebón, había leído no poco por aquí y por allá. Sin embargo, iban pasando los meses y el libro permanecía encima de la mesa donde se amontonan las novedades. Craso error. O no, para qué forzar. Lo que importa es que he disfrutado de su lectura como hacía tiempo que no me pasaba. Es una obra apasionante. Por su tono, ante todo, tan confidencial e íntimo, autobiográfico, tan poético en el mejor sentido y, por eso, tan lleno de poesía. Y por lo que tiene de viaje. A otras tierras, sí (de Moscú a Tánger pasando por San Petersburgo, Tarfaya -y el desierto- u Oporto), pero sobre todo a los territorios de algunos de los escritores más interesantes de la literatura universal, rusos especialmente, pues para eso Rebón es traductora de lenguas eslavas, desde donde ha vertido numerosas obras maestras a nuestro idioma. A sus múltiples saberes y erudiciones, pero narrados sin atisbos de pedantería, se suma un puñado de fotografías (anotadas en un índice) que ilustran lo que se ve, se reflexiona y se cuenta, no pocas tomadas por su compañero de travesía, Ferran Mateo, el "tú" al que se dirige mientras da cuenta de lo que piensa u observa. Con serlo, es más que un diario y una crónica (o suma de crónicas que no evitan las lecciones de historia). Lo calificaría de enciclopedia. También de atlas. Subyuga, al menos a mí, viajero casi siempre inmóvil. ¿El propósito?: "De entre todos los tópicos literarios, pocos me atraen tanto como el del homo viator, el hombre como viajero. El que viaja suele sentir la necesidad de escribir el viaje y de homo viator pasa a homo scribens". Ya he tomado estas palabras como epígrafe para un libro futuro. 
Para demostrar que estamos ante un ensayo (con aires incluso de manual de literatura portátil), se cita al final una amplia bibliografía. No pocas entradas corresponden a libros de autores que ella ha traducido. De hecho, en lo que a uno respecta, la obra es una puerta abierta hacia otros lugares, hacia libros que habrá que leer. Desde la pasión, fomenta la lectura. Para conocer lo escrito por Gabriele Romagnoli, Filipa Leal, Sergéi Dovlátov o Leonid Tsypkin y, sobre todo, para profundizar en la obra de viejos conocidos como Pasternak, Tsvietáieva, Ajmátova, Bowles, Bishop, Saint-Exupéry o Pessoa.
He disfrutado mucho con los retazos certeros de las biografías de Tarkovski, Grossman (cuya magistral Vida y destino tradujo ella para nosotros), Brodsky (como Ajmátova, un puro petersburgués), el áspero e implacable Nabokov (y Serguéi, su odiado hermano, ¡vaya dos!), Chukóvskaia y, cómo no, Chéjov, una de mis debilidades rusas: "padezco autobiografobia", escribió. Y de muchos personajes más, como el terrorista Sávinkov, cuyas peripecias, en manos de Rebón, dan para una novela. Lo dicho, un libro tan infinito como apasionante. Una alegría.

Nota: La fotografía que ilustra esta entrada es del escritorio de Boris Pasternak en Peredélkino.