17.3.18

Carta de San Vicente

Foto de Gema Cuño
De Alcántara, el pueblo del pintor Godofredo Ortega Muñoz y del pedagogo Joaquín Sama y del escritor Fernando Pérez Marqués y del poeta Ángel Campos. El de Eva María Romero Rivero, profesora del IES que lleva el nombre del citado amigo y colaborador de Francisco Giner de los Ríos, profesor de la Institución Libre de Enseñanza, como recuerda la dichosa Wikipedia. Ella me invitó a charlar en su instituto con los alumnos de 2º de Bachillerato, gracias al veterano programa Encuentros Literarios del Ministerio de Educación Cultura y Deportes de España.
Eva fue alumna de Pámpano y, como unos cuantos santeños (con José Juan Cuño a la cabeza), profesa hacia él una admiración tan fiel como incuestionable. Si en este país las cosas funcionaran como es debido, podría haber sido una estupenda profesora universitaria. Tras terminar sus estudios de Filología en Cáceres con un brillante expediente, hizo un selecto curso de doctorado de Crítica Literaria en la Universidad de Santiago de Compostela con su admirado Arturo Casas y con Darío Villanueva, el actual director de la Real Academia. Pero volvió a Extremadura, a San Vicente donde, tras el consabido periplo profesional (trabajó en la Biblioteca de Extremadura), imparte ahora la docencia.
No fue fácil ir y volver de La Raya por culpa del temporal de aquel día. De viento y de lluvia, que de los dos fenómenos hubo, y de sobra. Es verdad que, más allá de la bendición que supone para el campo y para todo, el agua, desbordada en cualquier parte, aportaba al viaje un extra de belleza que el solitario conductor agradecía.
Ya en el aula, con los lectores de Más allá, Tánger, mientras fuera la borrasca arreciaba (se podía observar a través de la amplia cristalera que daba a un patio interior lleno de pequeños árboles en flor), la sesión fue de lo más llevadera.
Soy, digamos, un producto de la lectura obligatoria, un lector que surgió de las que tuve que hacer en COU, de ahí que la defienda sin complejos. Y ellos, tras la pertinente presentación del personaje (que les llevó poco tiempo: la biobibliografía de uno es anodina), empezaron por ahí. Tracy, una chica de origen nigeriano (que además es atleta), resumió a la perfección las dificultades del grupo para abordar la lectura del primer libro de poesía al que se enfrentaban en su vida. Su constancia y las indicaciones de su profesora obraron el milagro, como pude comprobar por sus inteligentes comentarios y sus acertadas preguntas al final de la charla, que fue también una lectura.
Pocas veces, y algunas experiencias ha tenido uno en institutos, pocas veces, digo, me he encontrado con chavalas y chavales tan atentos, con un público tan exquisito como el que tuve la suerte de conocer en el instituto de San Vicente, donde, por cierto, estuve otra vez hace muchos años.
En momentos así, la poesía parece tener sentido. Más del habitual, quiero decir. De una manera más honda. Puede que, como decía aquí atrás Olvido García Valdés, otra profesora ejemplar, porque "como les habla un poema, no les habla nadie". El caso es que la complicidad fue mutua, o eso atisbé, y disfrutamos de un largo rato de algo que podríamos denominar de comunicación poética. Alumnos (se sumaron al acto los de Literatura Universal de 1º), profesores (Fermina Fresneda y otros) y quien escribe esto movido todavía por la emoción y el agradecimiento. 
Prueba de la intensidad de aquella conversación en la penumbra, querido Eliseo, el sudor que uno transpiró en aquellas horas. Y no por el calor, en sentido estricto.
Como todos disponían de su ejemplar, firmé al final unos cuantos. Daba gusto seguir hablando con ellos, que ganaban en las distancias cortas. Orgullosos, imagino, de haber vencido a un temible libro de poesía. ¡Pobre!
La salida del edificio fue memorable también. En Valencia de Alcántara, allí al lado, se midieron en aquella jornada vientos de 100 kilómetros por hora. De película. Y con lluvia. Refugiados en el Litri, seguimos conversando en torno a un frugal refrigerio: un portugués bacalao en salsa y una carne a la plancha con tomate natural. De esa tesis doctoral sobre la presencia de la mariposa en la literatura que sigue pendiente, por ejemplo. O de los desvelos por el premio que lleva el nombre de nuestro querido amigo Pámpano y al que pocos bachilleres se presentan. O de Cernuda.
La vuelta a casa fue aún peor que la ida, sobre todo en el tramo de Cáceres a Plasencia, donde al llegar diluviaba.
Me traje muchas cosas de San Vi, como ellos dicen. Unos dulces y otras delicias (gracias, José Juan). Fervor renovado por la poesía (que acaso se refleje en ese nuevo poema, escrito a partir de una visión, algo fantasmal, de la hermosa y derruida Torre de la Higuera, una aparición en medio del campo, cerca de Malpartida de Cáceres). Confianza en los profesores que resisten, como Eva, y siguen, a pesar de los planes educativos, al pie de la Literatura. Y esperanza, cómo no, en los futuros lectores, en esos adolescentes que nos empeñamos en imaginar ajenos a lo que la poesía pueda decirles. Una batalla, lo sabemos, que nunca estará del todo perdida.