12.1.18

Ángel González, 10 años

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El Cultural rinde homenaje al poeta Ángel González en el décimo aniversario de su muerte. Para ello han pedido a algunos poetas que escojan su poema preferido, lo lean (se pueden escuchar, claro, esas grabaciones) y lo comenten. El resultado se titula "9 voces para Ángel González". La selección se publica en la página web de la revista, no en papel, así como un artículo que me pidieron para la ocasión y que he titulado como el famoso verso del autor de Palabra sobre palabra, "Para que yo me llame Ángel González" (el poema elegido por Raquel Lanseros).

Se cumple, ay, el décimo aniversario de la muerte de Ángel González (Oviedo, 1925-Madrid, 2008) y, contra todo pronóstico, tenemos la sensación de que ni él ni su poesía ha pasado por el acostumbrado trámite del purgatorio, ese silencio ominoso en el que suele incurrir cualquier poeta una vez muerto. Tal vez porque vuelven a correr tiempos de lírica clara (“Para mí la poesía no es oscuridad, sino todo lo contrario: claridad, significación potenciada”). O porque la suya es tan intemporal como la de cualquier clásico.
Sus amigos, quienes le trataron (fue un hombre propenso a la amistad), lo recuerdan como melancólico, triste y hasta pesimista, pero al mismo tiempo, paradójicamente, alegre y vital. “Nunca he conocido a un poeta que se pareciera tanto a sus poemas como Ángel González”, dijo Luis Muñoz, quien añadía: “Había en él la misma proporción de dignidad y sencillez, de humor y de pudor, de inteligencia y despojamiento que en sus poemas, un equilibrio difícil, como todos los equilibrios, que él llevaba con naturalidad y con una especie de vitalismo escéptico”. No debió resultarle sencillo remontar la memoria de un niño que pierde a su padre a los dos años, a un hermano fusilado en la Guerra Civil (que mandó al exilio a otro) y a una hermana, Maruja, represaliada por lo mismo y destinada a Páramo del Sil, un pueblo perdido en la montaña leonesa del Bierzo donde el poeta convaleció de una tuberculosis, lo que está en el origen de su vocación poética. Al lado, en la aldea de Primout, llegó a ejercer fugazmente como maestro de escuela (había estudiado Derecho y Magisterio, una tradición familiar). A su lado, es verdad, siempre estuvo su madre, María Muñiz, a la que dedicó “Primera evocación”, que empieza: Recuerdo bien a mi madre. / Tenía miedo del viento…
Tampoco sería fácil compaginar su labor literaria con la de funcionario del Ministerio de Obras Públicas, donde trabajó desde 1954 hasta 1972. Un año después, eso sí, daba un salto decisivo en su vida y se marchaba a enseñar a Albuquerque, en Nuevo Méjico, Estados Unidos, de donde iba y venía en sus últimos años, hasta que el corazón dijo basta. 
Como a Luis Landero y Félix Grande, le tentó la guitarra (no flamenca), un instrumento de lo más adecuado para alguien al que le gusta cantar (boleros y rancheras, por ejemplo) y, tanto o más, el alcohol, el tabaco y la noche. Su excepcional generación, la del 50, ha pasado a la historia como una de las más bebedoras de cuantas se recuerdan. A ellos (Gil de Biedma, Barral, Goytisolo, Claudio Rodríguez, Caballero Bonald, etc., los de la famosa fotografía del 59 en Collioure) les unía no sólo esa afición, sino también similares ideas políticas y literarias. Porque Franco gobernaba, le tocó practicar una “poesía crítica”, como él denominaba a la “social”, donde nunca faltó el imprescindible rigor. Se ayudaba de la ironía, arma de la inteligencia llamada a neutralizar la indeseable solemnidad. Tomó como maestro a Machado (“Esta idea de conjugar la intimidad con la Historia, el conocimiento del yo con la reflexión colectiva, lo privado con lo público, es el principal nexo de unión entre la poética de Ángel González y la de Antonio Machado”, según Xelo Candel). Y a César Vallejo. Y ya que hablamos de maestros, bueno será mencionar la influencia que tuvo en la Generación de los 80 o de la Democracia, la de sus nietos (fue santo tutelar de los poetas de la experiencia), y lo duro que fue (en un artículo publicado en Cuadernos del Norte, pongo por caso) con los Novísimos, sus hijos. Que el poeta Aníbal Núñez, uno de estos, le tuviera en un altar siempre me pareció, por cierto, un hecho significativo.
Y todo para construir –que es lo que importa, por lo que sigue vivo– una poesía de tono cercano y coloquial (“leer es conversar”), narrativa, natural y clara. Dijo una vez: “En el fondo, la poesía no es más que una forma de decir, una peculiar manera de hablar”. Y, citando a Miłosz: “La poesía es una apasionada persecución de lo real”.
Sus versos están reunidos en Palabra sobre palabra, que publicó Seix Barral en 2005, aunque luego llegara Nada grave, obra póstuma de 2008. Allí están, entre otros, sus libros Sin esperanza, con convencimiento, Tratado de urbanismo, Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan y Otoños y otras luces.
No fue un hombre de premios, por más que su ópera prima obtuviera un accésit del Adonais y le concedieran galardones tan notables como el Príncipe de Asturias o el Reina Sofía. Mereció el Cervantes.