21.6.17

La lección de Carnero

Al hablar de Guillermo Carnero (Valencia, 1947), siempre se empieza por el mismo sitio: su condición de novísimo, uno de los nueve elegidos por Castellet para su famosa antología. Con ser verdad, su obra, ya larga, da para mucho más que para volver, una y otra vez, sobre ese lugar común. Su primera etapa se cierra con la edición de lo que hasta entonces era su poesía completa: Ensayo de una teoría de la visión. Poesía 1966-1977 (con prólogo de Carlos Bousoño). Lo fundamental de su poética estaba allí fijado. Por decirlo pronto, culturalismo y metapoesía (“aquella poesía que se tiene a sí misma como asunto”, explicó en la Fundación March). Mucho más, cabe añadir, que mero venecianismo. Llegó luego el silencio y más de uno pensó que, retirado en los procelosos territorios universitarios de la docencia y la investigación, sería definitivo. Pero llegaron Música para fuegos de artificio (1989) y Divisibilidad indefinida (1990); se publicó su poesía reunida: Dibujo de la muerte. Obra poética, en edición de Ignacio Javier López (1998), a la que siguió, en 2010 una segunda edición corregida y aumentada: Dibujo de la muerte. Obra poética (1966-1990); y, sobre todo, por la sorpresa que supuso (que se vio refrendada con la concesión de los premios Nacional y de la Crítica), vio la luz Verano inglés, en 1999, al filo del fin de siglo. Otra etapa empezaba, la que conforma ese libro junto a Espejo de gran niebla (2002), Fuente de Médicis (Premio Loewe, 2006) y Cuatro noches romanas (2009). Salvo el premiado, todos ellos fueron publicados por Tusquets en su colección Nuevos Textos Sagrados. Cuatro títulos “enlazados en una unidad de sentido”, según su autor. Este momento queda resumido así por el propio Carnero: “es cierto que a partir de Divisibilidad indefinida se produce en mi forma de escribir una cierta mutación, que consiste en que la verdad emocional se hace más accesible al aflorar en ocasiones el intimismo directo que tan extraño me resultaba en un primer momento. Nada de eso ha sido consciente ni calculado; se trata de una consecuencia de la edad y la evolución personal, y es algo que culmina en Verano inglés, donde no faltan las referencias culturales ni las reflexiones metapoéticas”.
Ocho años después, tras otro significativo paréntesis, en el año que el poeta alcanza la setentena, aparece Regiones devastadas, que es sin duda un gran título, y vuelve a ser acogido con interés por los lectores (lo que a algunos nos devuelve la esperanza, no todo está marwanescamente perdido). En su “Pórtico”, con esa supuesta altivez a que el catedrático emérito nos tiene acostumbrados, persuadidos también de que estamos ante un lúcido lector, expone que, en “línea paralela” a esos cuatro libros mencionados más arriba, “a cuya orilla se iban depositando”, ha ido reuniendo a lo largo de veinte años en una carpeta (“tanto joyero como pudridero”) estos “textos más breves” que ahora componen la obra que nos ocupa.  
Para él han tenido, dice, “el atractivo de lo elemental, lo sintético y lo pequeño, y el alivio de la intensidad sostenida que producen (…) los más extensos y unidireccionales”.
Algunos nacieron breves y otros fueron objeto de “un proceso deliberado de poda y despojamiento”, precisa.
Ya que las artes siempre ha estado presente en sus poemas, aclara (cosa del todo pertinente en estos tiempos bárbaros) que “si contienen referencias a elementos del imaginario cultural, es porque ante y mediante ellos me he sentido llamado a dar cuenta de mí mismo”. En “términos de mi historial personal”, matiza, y añade: “nunca me he limitado a describirlos, puesto que son ellos los que, una vez designados, me describen a mí”. Concluye que su objetivo no ha sido en ningún caso la “accesibilidad”.
En la dedicatoria a su amigo el arquitecto Antonio Fernández Alba desliza que es “lector sabio y brillante”. No nos engañemos, a ese prototipo de lector ideal se dirige sin ambages Carnero. A un lector culto, el menos normal de nuestra época. Incluso el de poesía, que hasta ahora se caracterizaba por ser algo más que público.
La arqueología (recuérdese Poemas arqueológicos, de 2003) es la protagonista del primer poema: “Yacimiento”. Siguen, en el sentido cronológico de la Historia, otros que remiten a la Biblia, a la cultura clásica griega: Sunion, Himerio en Atenas, y a la romana: Ovidio (“Remedia amoris”), Virgilio (“Scripta manent”, donde se dirige a su amigo Cneo Cornelio Galo), Bizerta (que da origen a uno de los poemas más hermosos del volumen: “Factoría de Gárum en Bizerta”)…
En “Lección inaugural…” encontramos un irónico aviso para lectores: “Los ignorantes toman por verdad / el grado más pueril de la retórica”. En “Última oración de Severino Boecio” (en Pavía) y “Oración de Venancio Fortunato” evoca a los bárbaros. “Estancia de Heliodoro” se le ocurrió en el campo de exterminio nazi de Sobibor.
No es extraño que la edición de Cátedra, donde se agrupó parte de su poesía, López tuviera que recurrir a tantas citas a pie de página. No pocas, es verdad, innecesarias, siquiera para ese lector tipo a que antes aludimos. El que conoce las obras de Tiziano, Bronzino, Lucas Cranach el Viejo, Tintoretto, Domeniquino o Romero de Torres. Y ha leído al capitán Aldana y Góngora. El viajero perdido en Roma y Viena.
“Toda belleza duele y es violenta”, reza el primer verso rilkeano de “Muerte de Joaquín Winckelmann”, el que termina: “No a la melancolía, la soledad y el tedio; teme al amor de un ángel”.
Llegan después Tiépolo, Böcklin, Rodin, Yeats…
El viejo recurso del monólogo dramático y cuantos se ponen al servicio de ese artefacto literario denominado poema (la ironía entre ellos) no pueden ocultar, sin embargo, que estos versos ofrecen la medida de un hombre. Alguien que, según ha confesado en una entrevista, visita subastas “para adquirir muebles de épocas más felices”. Como la del último poema.
Por encima de esa sustancia culturalista, en el mejor sentido: el más genuino y vital, que impregna la poesía carneriana, uno destacaría la verdad de su belleza, que se centra, claro está, en el lenguaje. Dúctil, exacto, epigramático, sentencioso. Elegante, como don Guillermo. Propio de alguien que apoya su labor poética en el conocimiento y el rigor.
Celebra uno, en fin, que estos poemas no hayan permanecido en un cajón. Entre la “fragilidad” y la “piedad”, aportan, sí, “una nueva forma de concebir la intensidad y de acotar la expresión”. Un libro, sí, iluminador y necesario.

Guillermo Carnero                              
Vandalia. Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2017

NOTA: Esta reseña ha sido publicada en el número 129 de la revistas Clarín.