29.6.17

En el Vostell

Museo Vostell
Ejerza de crítico de la última exposición que ha visitado, le plantean en la sección de El Cultural "Esto es lo último" a Pablo Carbonell, y el actor y cantante responde: "Lo último que vi fue el museo de Wolf Vostell en Malpartida, Cáceres. No soy muy entendido en ese tipo de arte simbolista con elementos reciclados y mucho churrete pero me pareció una mierda pinchada en un palo. Menos mal que el sitio es bonito".
Lo traigo a colación no porque esté de acuerdo con lo que este hombre dice (allá cada cuál con sus opiniones), sino porque allí celebramos hoy los de mi colegio el último claustro de este curso que ha tenido, hablo de mí, un final bastante desagradable. Por distintos motivos. Evito entrar en enojosos detalles.
La comida, cuando menos, se presenta interesante. Veremos. Luego, con las prisas de siempre, a La Puerta de Tannhäuser, para acompañar, como se dice ahora, a Javier Sánchez Menéndez en la presentación de su último libro de poemas. Completito, sí. 

28.6.17

Lo jondo

La Sevillapedia dice de Lutgardo García Díaz (Sevilla, 1979): "médico y cofrade". Luego menciona su Pregón de la Semana Santa de 2012. Olvida, en consecuencia, que, además de ginecólogo (ejerce en el Hospital Universitario Virgen del Rocío) y pregonero, es poeta. Autor de La viña perdida (Rialp, 2014), que mereció un accésit del Premio Adonais y de Lugar de lo sagrado, Premio Hermanos Machado, que convoca el Ayuntamiento de su ciudad natal en colaboración con la Fundación José Manuel Lara, publicado en la colección Vandalia. Se suma a esa lista La llave misteriosa, su tercera entrega, que edita Renacimiento en Calle del Aire. Mal que me pese, es el primer libro suyo que leo y me ha sorprendido. 
En la dedicatoria, donde figuran su padre y su tío Manuel, ambos muertos, alude a los "que me contaron esta historia". ¿A qué historia se refiere? A la del flamenco, que es "misterio y memoria", al decir de Juan Lamillar, quien firma el breve pero vigoroso texto de la contracubierta. Y usa, sí, la poesía para desvelar esa memoria y ese misterio. ¿Qué instrumento mejor? En según qué manos, cabría precisar. Las de este hombre resultan perfectas a tal propósito, incluso para quienes no somos aficionados, y, todavía menos, conocedores de ese noble y antiguo arte que, casi sin querer, identificamos con Andalucía.
Aborda ese asunto desde el retrato. El de los cantaores, bailaores y guitarristas a los que dedica los poemas que lo componen. Al fondo, primer maestro y guía, Federico García Lorca.
Trae a colación Lamillar el dramatis personae que se incluye al final del volumen, más que mero "complemento", prosa tersa e informada, llena de emoción, sobre esos personajes, donde la literatura prima. Del diecinueve y mediados del veinte en su mayoría, por más que alguno siga vivo, como José Valencia. Quiero decir que el autor recurre a las fuentes, que más que de agua son de fuego. Pura fragua, por volver a lo lorquiano (y a la cita de Aquilino Duque).
"La queja", el primer poema da la medida exacta de la ambición de su autor al escribir este libro. "Yo he visto..." o "Yo vi..." ¿Qué? Lo que lograron transmitir con su arte Juan Talega, don Antonio Mairena, Franconetti, La Niña de los Peines, Antonio el Chocolate, Gloria, Naranjito, Joaquín de la Paula, José de Paula, Manuel Torre...
En la segunda parte, "Orígenes", se aprecia a la perfección la tarea lingüística, digamos, que justifica, en tanto que poesía, este libro. Sus osadas metáforas, pongo por caso, y el rico vocabulario que se ajusta, en lo barroco, a lo que se cuenta y canta. La imaginación al servicio del misterio, diría, porque encontrar las palabras precisas para desvelarlo no es tarea sencilla. Se trata, acaso, de poner voz a algo que es, por su naturaleza, inmaterial y abstracto. El ay, el quejío, el lamento como alma flamenca.
Me gustaría destacar las composiciones que trasladan al lector una atmósfera, un clima de época que da a estos versos la tonalidad más pura de esa forma de ser; así, "D. Antonio Chacón en Villa Rosa", "Juanito Mojama" (donde encontramos la expresividad de ese arte capaz de aunar a un cantaor con Rilke), "19 de agosto" (con la Guerra Civil al fondo), "Zambra 1947" (y Cádiz), "London Palace, marzo de 1955", "Córdoba, mayo de 1962"... Impresiona "Muerte de Manuel Torre".
"Mirad...", se nos dice, con la intención de que seamos testigos de lo que se narra.
Lo autobiográfico no falta. En el poema "El número cuatro", por ejemplo.
"La verdad sólo existe en la pureza", leemos, lo que no deja de ser una clave poética para comprender el fundamento de esta obra. Y en otro sitio: "Es un don la elegancia", que podría aplicarse al tono que usa Lutgardo García.
Con Sabicas, Agujetas, Chano Lobato o José Menese se cierra este emocionante ciclo por la memoria y filosofía del flamenco. Del más puro, sí, y por eso de las más genuino o verdadero.
Ningún aficionado debería perderse esta lección por derecho. Tampoco los lectores sin anteojeras, de cualquier de los puntos cardinales. Al fin y al cabo, esto es poesía.

21.6.17

La lección de Carnero

Al hablar de Guillermo Carnero (Valencia, 1947), siempre se empieza por el mismo sitio: su condición de novísimo, uno de los nueve elegidos por Castellet para su famosa antología. Con ser verdad, su obra, ya larga, da para mucho más que para volver, una y otra vez, sobre ese lugar común. Su primera etapa se cierra con la edición de lo que hasta entonces era su poesía completa: Ensayo de una teoría de la visión. Poesía 1966-1977 (con prólogo de Carlos Bousoño). Lo fundamental de su poética estaba allí fijado. Por decirlo pronto, culturalismo y metapoesía (“aquella poesía que se tiene a sí misma como asunto”, explicó en la Fundación March). Mucho más, cabe añadir, que mero venecianismo. Llegó luego el silencio y más de uno pensó que, retirado en los procelosos territorios universitarios de la docencia y la investigación, sería definitivo. Pero llegaron Música para fuegos de artificio (1989) y Divisibilidad indefinida (1990); se publicó su poesía reunida: Dibujo de la muerte. Obra poética, en edición de Ignacio Javier López (1998), a la que siguió, en 2010 una segunda edición corregida y aumentada: Dibujo de la muerte. Obra poética (1966-1990); y, sobre todo, por la sorpresa que supuso (que se vio refrendada con la concesión de los premios Nacional y de la Crítica), vio la luz Verano inglés, en 1999, al filo del fin de siglo. Otra etapa empezaba, la que conforma ese libro junto a Espejo de gran niebla (2002), Fuente de Médicis (Premio Loewe, 2006) y Cuatro noches romanas (2009). Salvo el premiado, todos ellos fueron publicados por Tusquets en su colección Nuevos Textos Sagrados. Cuatro títulos “enlazados en una unidad de sentido”, según su autor. Este momento queda resumido así por el propio Carnero: “es cierto que a partir de Divisibilidad indefinida se produce en mi forma de escribir una cierta mutación, que consiste en que la verdad emocional se hace más accesible al aflorar en ocasiones el intimismo directo que tan extraño me resultaba en un primer momento. Nada de eso ha sido consciente ni calculado; se trata de una consecuencia de la edad y la evolución personal, y es algo que culmina en Verano inglés, donde no faltan las referencias culturales ni las reflexiones metapoéticas”.
Ocho años después, tras otro significativo paréntesis, en el año que el poeta alcanza la setentena, aparece Regiones devastadas, que es sin duda un gran título, y vuelve a ser acogido con interés por los lectores (lo que a algunos nos devuelve la esperanza, no todo está marwanescamente perdido). En su “Pórtico”, con esa supuesta altivez a que el catedrático emérito nos tiene acostumbrados, persuadidos también de que estamos ante un lúcido lector, expone que, en “línea paralela” a esos cuatro libros mencionados más arriba, “a cuya orilla se iban depositando”, ha ido reuniendo a lo largo de veinte años en una carpeta (“tanto joyero como pudridero”) estos “textos más breves” que ahora componen la obra que nos ocupa.  
Para él han tenido, dice, “el atractivo de lo elemental, lo sintético y lo pequeño, y el alivio de la intensidad sostenida que producen (…) los más extensos y unidireccionales”.
Algunos nacieron breves y otros fueron objeto de “un proceso deliberado de poda y despojamiento”, precisa.
Ya que las artes siempre ha estado presente en sus poemas, aclara (cosa del todo pertinente en estos tiempos bárbaros) que “si contienen referencias a elementos del imaginario cultural, es porque ante y mediante ellos me he sentido llamado a dar cuenta de mí mismo”. En “términos de mi historial personal”, matiza, y añade: “nunca me he limitado a describirlos, puesto que son ellos los que, una vez designados, me describen a mí”. Concluye que su objetivo no ha sido en ningún caso la “accesibilidad”.
En la dedicatoria a su amigo el arquitecto Antonio Fernández Alba desliza que es “lector sabio y brillante”. No nos engañemos, a ese prototipo de lector ideal se dirige sin ambages Carnero. A un lector culto, el menos normal de nuestra época. Incluso el de poesía, que hasta ahora se caracterizaba por ser algo más que público.
La arqueología (recuérdese Poemas arqueológicos, de 2003) es la protagonista del primer poema: “Yacimiento”. Siguen, en el sentido cronológico de la Historia, otros que remiten a la Biblia, a la cultura clásica griega: Sunion, Himerio en Atenas, y a la romana: Ovidio (“Remedia amoris”), Virgilio (“Scripta manent”, donde se dirige a su amigo Cneo Cornelio Galo), Bizerta (que da origen a uno de los poemas más hermosos del volumen: “Factoría de Gárum en Bizerta”)…
En “Lección inaugural…” encontramos un irónico aviso para lectores: “Los ignorantes toman por verdad / el grado más pueril de la retórica”. En “Última oración de Severino Boecio” (en Pavía) y “Oración de Venancio Fortunato” evoca a los bárbaros. “Estancia de Heliodoro” se le ocurrió en el campo de exterminio nazi de Sobibor.
No es extraño que la edición de Cátedra, donde se agrupó parte de su poesía, López tuviera que recurrir a tantas citas a pie de página. No pocas, es verdad, innecesarias, siquiera para ese lector tipo a que antes aludimos. El que conoce las obras de Tiziano, Bronzino, Lucas Cranach el Viejo, Tintoretto, Domeniquino o Romero de Torres. Y ha leído al capitán Aldana y Góngora. El viajero perdido en Roma y Viena.
“Toda belleza duele y es violenta”, reza el primer verso rilkeano de “Muerte de Joaquín Winckelmann”, el que termina: “No a la melancolía, la soledad y el tedio; teme al amor de un ángel”.
Llegan después Tiépolo, Böcklin, Rodin, Yeats…
El viejo recurso del monólogo dramático y cuantos se ponen al servicio de ese artefacto literario denominado poema (la ironía entre ellos) no pueden ocultar, sin embargo, que estos versos ofrecen la medida de un hombre. Alguien que, según ha confesado en una entrevista, visita subastas “para adquirir muebles de épocas más felices”. Como la del último poema.
Por encima de esa sustancia culturalista, en el mejor sentido: el más genuino y vital, que impregna la poesía carneriana, uno destacaría la verdad de su belleza, que se centra, claro está, en el lenguaje. Dúctil, exacto, epigramático, sentencioso. Elegante, como don Guillermo. Propio de alguien que apoya su labor poética en el conocimiento y el rigor.
Celebra uno, en fin, que estos poemas no hayan permanecido en un cajón. Entre la “fragilidad” y la “piedad”, aportan, sí, “una nueva forma de concebir la intensidad y de acotar la expresión”. Un libro, sí, iluminador y necesario.

Guillermo Carnero                              
Vandalia. Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2017

NOTA: Esta reseña ha sido publicada en el número 129 de la revistas Clarín.

12.6.17

Vuelve Tejada

Razón de ser, de José Luis Tejada (El Puerto de Santa María, Cádiz, 1927), se publicó por primera vez en 1966, aunque en el prólogo se desmienta lo que reza en la contracubierta, esto es, que fue en el 67. Sólo por ese texto, firmado por Juan Bonilla ―que el de Jerez me permita el exceso― ya hubiera merecido la pena rescatar este libro del injusto olvido, algo que no sólo tenemos que agradecerle a él, sino también al arriesgado editor Javier Sánchez Menéndez, un hombre convencido de que no sólo los poetas jóvenes merecen una oportunidad.
Tejada no tuvo suerte, digamos, de pertenecer a una generación como la suya: la del 50. Tampoco le vino bien empezar a publicar tan tarde. Con todo y con eso, lo ha dicho mucho mejor el prologuista: “Las jerarquías literarias, el afán por reducir la literatura a una serie de nombres, la selección nacional de cada época, el hecho mismo de que las antologías suelan ser antologías de poetas y no de poemas, suele tener como consecuencia que los nombres de un buen número de poetas interesantes, verdaderos, queden rezagados u ocultos, fuera de los templos en los que se veneran a los autores del canon”. Más adelante advierte de “los riesgos que corre el deporte de dividir a los poetas en grupos generacionales”, que aquí se practica, “al menos, desde el 98”, y del peligro de “convertir la literatura ―y la poesía― en una competición”. Y lo dice, claro está, porque esa es la razón de que, no ya poetas, libros, se hayan quedado en las cunetas de los manuales y, en consecuencia, lejos de los lectores más desavisados.
Por razones de edad, conozco la obra de Tejada desde joven, aunque, como tantos, no haya sido capaz, hasta ahora, de situarlo en el lugar que sin duda merece. Ya advierte Bonilla que Jaime Siles hizo por rescatar sus versos en la antología Desde un fracaso escribo (Fundación José Manuel Lara. Colección Vandalia, Sevilla, 2006), que pasó hace una década, ay, sin pena ni gloria. Allí, el autor de Semáforos, semáforos escribe: “La obra poética de José Luis Tejada participa de los rasgos generacionales del 50, pero con significativas diferencias que explicitan su singularidad. La primera de ellas es su idea del lenguaje como habla más que como lengua, que Tejada interpreta y asume al modo de Lope y en la línea de la lírica popular; la segunda es el tono moral, que Tejada entiende como testimonio, por un lado, y como compromiso ético por otro, aunque, en su caso, ambos traducen una visión transcendente y cristiana que lo aparta del grueso de su generación”.
Somos con frecuencia, como sostiene Bonilla, “el peor tipo de cosmopolita que se puede ser: aquel que piensa que todo lo que viene de fuera es interesante y nada de lo que se produce a quinientos quilómetros a la redonda puede tener mucha importancia”. Acierta también con las palabras que explican el alcance e intenciones de este libro que quedó finalista del premio Leopoldo Panero en 1965. Lo ganó La carta, del militar ferrolano de Intendencia José Luis Prado Nogueira, quien ya había alcanzado, aunque nadie lo recuerde, el Premio Nacional por su libro Miserere en la tumba de R. N. en 1960. Por cierto, el año que se publicó el libro de Tejada, 1966, el que consiguió el Nacional fue Arde el mar, de Pere Gimferrer (cuando aún el galardón oficial se llamaba Premio Nacional de Literatura “José Antonio Primo de Rivera”). Decía, tras esta arqueológica digresión, que Bonilla da en el clavo cuando dice: “Aquí quien manda es una soledad existencial que parece producto de un desencanto al que no se le puede oponer otra cosa que los mismos versos en los que se nos da cuenta de él”. Y contra el desencanto y la soledad, el amor. Porque, y cita Tejada a San Juan, “El que no ama permanece en la muerte”. Sí, contra la muerte está escrito también, lo que evidencia el poema “Hijo de la muerte”, que figura en la sección final, “Otros poemas”, dedicado a la de un hijo que no llegó a nacer.
No es extraño, en fin, que Bonilla mencione “la vida auténtica” y la “autenticidad que emociona” para referirse a poemas como el que acabo de citar. Ni que apele al “lector sensato” que busca poesía para encomendarle la lectura de Razón de ser. Empieza: “No hay solución. Ni a solas ni con nadie”. Sigue: “¿Quién no está solo?” No se olvida de “los solitarios incurables”. Y en el primer poema de “Consolaciones” (por la carne, la amistad, la estirpe) leemos: “Amar es más difícil que parece; / ser amado, imposible”. Se atreve a orar (años sesenta) por “los españoles sin España”: “que nadie les pregunte ni les haga / fiesta a ninguno nadie, como que son de casa”, Y escribe incluso la palabra “exilio”.
Al principio, para abrir la sección que da título al libro, hay un epígrafe de Wilfred Owen que dice: “Hoy día lo más que puede hacer un poeta es advertir”. Pues eso. 

Razón de ser
José Luis Tejada
La Isla de Siltolá, Sevilla, 2017

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 3 de la revista de creación y crítica Heterónima

7.6.17

Lisboa, Pessoa y Soledad Sevilla

Soledad Sevilla expone en la galería Passevite de Lisboa. La muestra se titula "Rutas del desasosiego". 
Explica muy bien sus propósitos en una entrevista que ha concedido al diario ABC.

4.6.17

Carvajal

El fuego en mi poder

Antonio Carvajal
Hiperión, Madrid, 2015. 92 páginas. 

Antonio Carvajal (Albolote, Granada, 1943) reunió sus primeros libros en Extravagante jerarquía. Luego fueron llegando, entre otros, Del viento en los jazmines, De un capricho celeste, Testimonio de invierno (Premio de la Crítica, 1991), Miradas sobre el agua, Alma región luciente, Los pasos evocados y Un girasol flotante (Premio Nacional de Poesía, 2012). Casi desde el principio, este novísimo (que, como otros importantes, se quedó fuera de la antología de Castellet) tuvo que asumir el “honroso pero ambiguo título” de il miglior fabbro de la poesía española contemporánea (tras reconocer que “hay poetas de reconocido talento que son vagos y carecen de técnica”, dijo a ese propósito:he sido y soy muy humilde con mis maestros”). No faltan motivos para resaltar esa condición tras leer este libro que nos ofrece “ocios de senectud y adecuaciones de la memoria” y donde no faltan esos “alardes técnicos” que le han hecho justamente famoso. Pero que nadie se equivoque. Detrás está el poeta concienzudo, perfeccionista y riguroso de técnica esmerada que conoce su oficio, porque lo ha estudiado con disciplina, y cree en la bondad de la belleza y en que lo “bien dicho” tiene su fundamento en el número. Por eso, personal como pocas, a contracorriente siempre, la voz barroca de Carvajal, que fuera profesor universitario de Métrica, brilla aquí con luz propia, tan atenta a la tradición –en constante diálogo con los clásicos, antiguos y modernos– como a la vida, pues que, como dijo en la Fundación March: “ésa es mi gran tarea: dar a los demás lo mejor de mí mismo de la mejor manera que sé hacerlo”.
No es baladí la elección de un verso de Lope para el epígrafe inicial. Madrigales y baladas inician el desfile y ello para que quede claro que la música va por delante (“De la musique avant toute chose”), y, junto al inevitable ritmo, ambas son marcas de la casa. Y silvas y sonetos, una composición que domina: “Tiene el soneto anhelos de divina / proporción”. Y casi todo en función de la amistad y sus circunstancias, que no deja de ser aquí el motivo, digamos, de fondo. Amigos como Emilio Lledó, Rafael Inglada (“Sé tú feliz. / Y me tendrás contento”), Antonio Gallego (“Si escribo es porque leo y porque amo”), Jenaro Talens… Poemas para amigos artistas que pintan o dibujan. Celebración de la cultura y el paisaje (“Sólo ama el paisaje quien lo vive”), del jardín con el agua (al que vuelve a dedicar versos memorables) y las flores (clara remembranza granadina de Soto de Rojas, el del paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos) donde puede aparecer de pronto una meditación sobre la corbata o un interludio para Mariana Pineda.
Himnos, sí, pero también soledades y elegías: “Los que llamaba mío ya es memoria”. Dolor propio y ajeno que se resuelve gracias a la piedad: “Si vale poco, si mi poesía no logra la rara virtud de fundar una esperanza, una alegría, un consuelo, una certeza vital en algún corazón fraterno, sepan que se deberá a mi falta de talento, no a miseria moral o a noluntad en mi entrega”, dijo en la citada conferencia del ciclo Poética y poesía.
Sin miedo a las palabras, al decir exuberante y gongorino, este libro, armado por su tono, donde encontramos poemas tan logrados como “Desde el faro” (“Severa- / mente nos dice inerte la memoria / que somos un fulgor que apenas dura”) o “Canción del sol en primavera”, tiene como colofón barroco otro poema concluyente: “Concerto grosso”.

PEQUEÑO TEATRO EN EL MUNDO

A Francisco Ruiz Noguera

Esta luz cenital me ciñe solo
ante vuestra tiniebla sin sonido.
Fluye mi voz pero no sé si os digo
mi alma, mía y sin mí, que es alma de otro.

No os puedo ver ni os puedo oír. Respondo
a tal presencia ausente con el ímpetu
de mi verdad, mi sangre, mi latido;
fluyo en vuestro silencio con remoto
sentir, posible autor de vuestro sueño
y de pronto me siento abandonado,
náufrago en la platea y en los palcos,
delfín varado en sirtes del proscenio.

Callo, me apago, espero vuestro aplauso
y vuelvo en mí por el silencio envuelto. 

NOTA: Sin porqué, esta reseña se quedó atrás. Su destino era de papel, pero... La poesía de Carvajal no pasa. Además, el libro llegó a las librerías a principios del pasado año. Sigue al alcance de cualquiera.