7.1.17

Días de Marset

No, Juan Carlos Marset (Albacete, 1963) no es un poeta prolífico. En veinticinco años publicó tres libros: Puer profeta, Leyenda napolitana y Laberinto. El primero, deslumbrante ópera prima con la que ganó el Adonais, tenía al fondo una ciudad capital para su formación (y su educación sentimental): Nueva York. Como su propio título indica, Nápoles está detrás del segundo. El tercero remite a otro lugar que conoce muy bien: Londres. Los tres tienen en común que están compuestos en forma de poemas extensos, algo poco frecuente en la lírica hispana contemporánea, aunque no falten excepciones como la obra de Álvaro García. Llega ahora, de nuevo en Tusquets, Días que serán y el cambio de tono no afecta sólo a la longitud, digamos, de los poemas. Para empezar, no hay ninguna ciudad concreta a la que se adapten estos versos que adoptan, en su mayor parte, formas estróficas clásicas o tradicionales, metro y rima mediante, sin que por ello los asuntos que se abordan dejen de ser los de un hombre de este tiempo. Ninguna originalidad, y aquí la hay, puede evitar la provechosa lectura de quienes nos han precedido. Resulta curiosa y chocante, para bien, esa mezcla de lo antiguo y lo moderno, en el sentido más radical y foixiano del término (ya presente en Laberinto), que da en una poesía distinta y única a la que es difícil encontrarle parecidos o similitudes. (Si acaso, de entre los poetas españoles en activo, la de Jaime Siles o Pere Gimferrer, en su faceta lingüística más experimental, y de los desaparecidos, tal vez la de José-Miguel Ullán.) No en vano, y eso es lo que importa, Marset es un poeta que va por libre. Su obra, una sobresaliente y exótica isla en el pequeño mar de la poesía patria. 
Lo más llamativo, en primera instancia (la poesía no debe contentarse, como la prosa, con eso), es el uso de estrofas (de poemas estróficos) que utilizaron poetas castellanos del XV, los más reflexivos del Cancionero (que Marset ha estudiado a fondo), como Juan de Mena (admirador de Dante y Petrarca), Guevara, Juan de Tapia, el Comendador Escrivá o Gómez Manrique, a los que cita. Lo mismo que alude a otros del Siglo de Oro: Góngora y Quevedo, por el lado del barroco, tan esencial aquí. Al frente de "Ritos", dedicado a Luis de Pablo, aparece un epígrafe elocuente de Unamuno: "Al fijar con ritmo y rima / el fluyente pensamiento". Es su poética.
Apunto el nombre del dedicatario porque la poesía de Marset es inseparable de la música (como la del mencionada lírica cancioneril). Es más, este libro (que ha contado con una ayuda del Fondo Antonio López Lamadrid, constituido en la Fundación José Manuel Lara) incluye, a modo de apéndice, el libreto de Lázaro, una ópera en un acto de Cristóbal Hálffter que se estrenó en Kiel en el verano de 2007.
De la música y de la pintura y la escultura (no se olvide que, junto a Patricial Ehrle, su mujer, Marset dirige la poliédrica revista Sibila) pues la segunda parte (de las tres de que consta este volumen de 200 páginas), "Partida doble", es un homenaje, en dos series, a la obra de Juan Muñoz (dedicada a la que fuera su esposa, la escultora Cristina Iglesias) y Ángel Alonso (a la memoria de su hijo Jean Jacques).
Es posible que este sea el libro más "transparente" de este poeta cosmopolita, como reza en la nota editorial, pero ha de quedar claro que su poesía no es fácil. De las de aquí te pillo y aquí te mato, quiero decir. Busca un lector exigente dispuesto a degustar delicatessen y no meras ocurrencias o bobadas, por mucho que vendan. Las numerosas dedicatorias, tan calculadas y exactas como todo cuanto figura, de un modo u otro, en la obra, dan pistas a quienes la hemos frecuentado y a quienes conocemos a la persona que la ha escrito. Maestros, amigos... A la tópica encrucijada de los cincuenta hay que sumar, basta con leer atentamente entre líneas, circunstancias personales que marcan a fuego lo escrito. La enfermedad, como es perceptible, y en consecuencia, la muerte; vista de cerca, cabe añadir.
Pero no es la anécdota, aunque elevada a categoría, lo que prima en Días que serán. Es el lenguaje, ya se anticipó. Ritmo (sonido) y rima, también se dijo. Y muchos más recursos, como paranomasias y aliteraciones. Y encabalgamientos. Y juegos de palabras que no agotan los múltiples procedimientos técnicos que ofrece el idioma, más en manos de alguien que lo maneja como un virtuoso. Léase "Adivinanza", por ejemplo. Es en la primera parte, "Lo que pasó", donde esa presencia del lenguaje es más evidente y en ella encontramos poemas memorables como "Duro es el paso" o "Ejecuciones". Aunque grave, el tono contempla el uso del humor y la ironía.
A uno le ha gustado sobre todo la tercera parte, "Está por ver". Y ya allí, las, podemos decir, subpartes: "Sombra de voz", poemas destinados a distintos poetas hispanoamericanos (su compromiso con la poesía de la otra orilla es elocuente); "Tardanza", tres poemas que dedica a tres amigos de su estancia neoyorkina: Sobejano, Stavans y Negroni, donde leemos: "La vida / tarda en llegar / la vida entera" y: "La vida empieza / cuando menos la esperas, / cuando ya es tarde, / cuando ya te deja"; "Esparzas", envíos, respectivamente, a José Hierro, José Ángel Valente ("Entré en el antro / vientre del centro") y Claudio Rodríguez; y "Parcas", que dedica a Gamoneda, seis poemas de cuatro versos cada uno que, metafóricamente, y si se me permite el exceso, parecen pedradas. Por lo directos que son. Por lo certeros. Porque duelen. Sí, el dolor es algo inseparable de esta íntima confesión que no lo parece. La sexta dice: "Como recientes / perdidos vuelven / marchitos ya / los días que serán".
Bien está que libros así, tan ajenos a modas, se publiquen. Y que haya colecciones dignas de tal nombre dispuestas a apostar por ellos. Y mejor aún que haya poetas que se atrevan a llevar las tradiciones un poco más allá. Quien se interne en Días que serán no saldrá indemne. Toda una experiencia.