3.3.16

Los muertos

Siltolá Poesía publica Las voces de los muertos, de Orlando González Esteva (1952). 
Por si alguien aún no lo sabía, González Esteva es un virtuoso, alguien capaz de llevar el lenguaje a su máxima tensión, lo que conlleva, entre otras cosas, afinar la música del verso hasta hacerla clásica y a la vez insólita, tradicional y nueva, como dijo de la suya Octavio Paz. Y es que la poesía de este cubano residente desde que era niño en Miami se adapta perfectamente a esa mezcla de tradición y novedad que vendría a evocar en su famoso verso de J. V. Foix:  “M'exalta el nou i m'enamora el vell” [Me exalta lo nuevo y me enamora lo viejo]. "Muy antiguo y muy moderno", para decirlo con Rubén, ahora que celebramos el primer centenario de su muerte.
"El hombre rehúsa morir y lejos de salvarse muere más", dice el poeta en "Esquela", la nota inicial. Y añade: "Estos versos, fruto de la experiencia colectiva del exilio, la ancianidad y la muerte, ajenos al canon de la poesía en boga, no se proponen contrariar esa poesía; acaso ni ser poesía, aunque tampoco presuman de haberse escrito de espaldas a ella". En efecto, porque "la cabra tira al monte", estos versos lo son y, por eso, a pesar de lo sugerido por el autor, son poesía. Y nada menor, si es que cabe hablar en esos términos. Son versos, además, como él intuye, modernos a pesar de todo, pues que nadie puede renunciar a su época. Diría más. Uno lee esta décima o aquel soneto y esas estrofas no le suenan a rancio, todo lo contrario, de ahí mi afirmación inicial, que a más uno le ha debido parecer demasiado solemne. Además, puede que la utilización de la rima (y la amenaza del ripio) se adapten mejor al tono del libro que el uso del verso, digamos, libre.
Se encomienda Esteva a Quevedo ("y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte"), aunque aquí, como precisó Paz, no se dé la "burla sañuda" del señor de La Torre de Juan Abad. Un fino sentido del humor (tan suyo, tan caribeño), en absoluto cruel (a pesar de la inevitable ironía), digno de una sonrisa, atraviesa la obra que, no se olvide, arranca del olvido a numerosos muertos o moribundos conocidos y tratados por él, entre los que destaco la figura de su señor padre, un empedernido fumador al que dedica "Colillas" (poemas breves con aire de haiku, un arte en el que este hombre es especialista) y al que alude en las "Notas": "El hábito de fumar de mi padre ensombreció mi vida".
"Quien anda entre muertos es un muerto", afirma González Esteva. De ahí, poemas como "Los muertos más joviales", "Y de repente todos fuimos viejos", "La flor del esqueleto" (pareados dedicado al editor Borrás), "Los muertos de la familia" ("Regresan a dar palique: / somos su único hogar"), "Nadie sabrá de ti, ya nadie sabe", "El bienestar de yacer"... Sí, "Los muertos se pasean por mi casa / como yo por la casa de los muertos". En "Uno se cansa de morirse tanto", con epígrafe de Vallejo, dice: "Uno se cansa de morirse encima". Y termina: "Uno también se cansa de morirse".
Hay más que muerte y muertos en este libro. Se calibran los efectos irreparables del paso del tiempo. Y se habla de mujeres, astros, nubes, días y noches. Cierra el volumen "Los nombres de los muertos", que no deja de ser el mejor broche para esta celebración melancólica de la vida que entenderá cualquier vivo que la lea. Y me atrevería a decir que también cualquier muerto.