23.1.16

Una entrevista en CHA (4)

9.-La memoria es fundamental en su obra, pero no es un procedimiento (en lo formal) realista, porque siempre hay un recurso, a veces angustioso, de la imaginación. ¿Cómo vive esta experiencia entre un supuesto objeto de la memoria y el hecho de que haya que imaginarlo?
Nunca me he considerado una persona imaginativa, sino todo lo contrario. Es verdad que en el sentido más superficial o común, en lo que tiene que ver con la invención, la novedad y la fantasía, no con las imágenes. Si no realista, en sentido estricto, cuanto escribo está muy anclado en la realidad. En la que uno vive o siente, claro. Esa realidad que asume tanto de sorprendente, de ficción incluso. Ya dije que uno de los problemas que tiene para mí la prosa, la narrativa, se basa en mi dificultad para inventar. Para crear mundos ficticios. De lo que no conozco, procuro no hablar. Porque no sé.
Un verso de Territorio dice: “Escribo hacia el pasado porque olvido”. Así ha sido siempre, no digamos ahora, en plena cincuentena. De hecho, debe ser uno de los pocos versos míos que sé de memoria. Me dan mucha envidia esos poetas que son capaces de recitar sus poemas sin leerlos. Los suyos y los de otros.
Me refería antes a Valente, a esos dos reinos en los que, según él, se constituye el poeta: visión (prefiero decir mirada) y memoria. No hace falta evocar las palabras de Wordsworth, eso de que la poesía  “tiene su origen en la emoción rememorada en la tranquilidad”. El poema se escribe desde la recuerdo, no desde la inmediatez o en caliente. Cuando voy a los institutos se lo explico a los muchachos a partir del ejemplo de un poema de amor. El que uno escribiría después de una noche apasionada, apenas ha pasado ese momento feliz, y el que se concibe, desde la memoria, días, semanas, meses o años después de ese encuentro. El primero se nos suele caer de las manos apenas volvemos a leerlo, no sin vergüenza. El segundo puede que refleje de forma aceptable lo que significó ese intenso suceso.
Los melancólicos, y por tal me tengo, miramos mucho hacia atrás; en mi caso, sin afán nostálgico. Puede que uno necesite del paso del tiempo para asumir o comprender según qué. Ese tamiz me parece imprescindible en poesía. No cabe duda, es verdad, que aquello que la memoria nos proporciona casi nunca es lo que pasó en realidad, pero es lo que ha quedado y basta. En ese sentido, puede que al cabo haya, oh paradoja, que imaginarlo.
10.- Para usted la poesía hispanoamericana, o la catalana, existen, quiero decir: se ha hecho cuerpo en su propia poesía. ¿Podría hablarnos de sus lecturas de poetas hispanoamericanos que le han marcado? Le pregunto esto pensando en un poeta inglés que usted ha leído y admira, recientemente fallecido, Charles Tomlinson, para quien el manejo del verso inglés por la tradición moderna estadounidense fue decisivo.
No quisiera ponerme estupendo a la hora de citar nombre y obras, pero tengo que reconocer que ambas tradiciones forman parte de mi tradición particular, digamos, esa que cada uno se construye a partir de las que existen. Empiezo por la catalana, la menor (y no por su calidad), que me atrajo desde muy pronto. Siempre menciono la influencia en mis primeros pasos líricos de la antología de Jaume Pont y Joaquim Marco  La nueva poesía catalana, publicada por Plaza & Janés en 1984, donde descubrí a tantos poetas fundamentales, de Marí a Parcerisas, de Margarit a Susanna. Coetáneos de Gimferrer, otro novísimo de primera hora, o Comadira, al que vi por primera vez en un programa de la televisión catalana a principios de los ochenta; en el viaje de novios que pasamos Y. y yo en Tossa.  A estos nombres de poetas catalanes debo añadir, por sintonía, los de Manent (traductor imprescindible de la poesía inglesa), Foix, Carner, Espriu, Vinyoli, Ferrater, Pons, etc.
Ya que lo comento, la poesía catalana moderna está, en general, muy cerca de la poesía inglesa, que es una de la que más admiro (usted ha recordado a Tomlinson). Basta con reparar en las similitudes lingüísticas, que permiten traducir del inglés al catalán con una cercanía o naturalidad que no es posible cuando se hace al español; un idioma menos seco, digamos. El desaparecido García Posada ya destacó la influencia en mi poesía de esa tradición. Y mencionó a Eliot. A pesar de decir “inglesa”, por extensión, debería incluir, con todos los peros y precisiones pertinentes, a los poetas de Irlanda (que ha dado nombres fundamentales, como Yeats) y a los de habla inglesa del otro lado del Atlántico: Canadá y, ante todo, Estados Unidos (sin olvidar, pongo por caso, al caribeño Derek Walcott). La poesía escrita en inglés por Stevens, Larkin, Hardy, Dickinson, Heaney o Lowell, por citar a poetas que estimo; ingleses (siquiera de adopción), irlandeses y estadounidenses. Así, considero la lectura del crítico del todo acertada. De ahí, tal vez, las afinidades, ya digo, con la poesía catalana contemporánea. Su gusto por la naturaleza y el paisaje, por las situaciones cotidianas, el tono conversacional, la falta de solemnidad y de retórica, etc.
En lo que respecta a los poetas de Hispanoamérica, la lista sería interminable. ¿Qué sería de la poesía española sin sus obras? Sin Borges, pongo por caso, un poeta al que siempre vuelvo. Ya ha aparecido Octavio Paz, al que llegué a conocer y a apreciar, que tanto hizo por mí como presidente del jurado que concedió en 1991, un año después de su Nobel, el premio Loewe a uno de mis libros. J. E. Pacheco, al que también he aludido, tampoco puede faltar. Como, por citar sólo a los indiscutibles (pero poetas de cabecera al fin y al cabo), los venezolanos Rafael Cadenas y Eugenio Montejo, el cubano Eliseo Diego, el peruano José Watanabe, la uruguaya Ida Vitale... Prefiero, eso sí, la línea no nerudiana, que es tal vez la más abundante. El verbalismo no es lo mío. Ni el exceso y la altisonancia.
Suelo citar al ocurrente Bernard Shaw: "Una lengua común nos separa". Aunque él se refería a la inglesa, siempre me resultó muy oportuna para explicar lo que pasaba –no sé si sigue ocurriendo- entre el español de España y el de América. Esa ceguera de no querer conocer nuestra poesía ultramarina era de una torpeza llamativa. Intenté escapar de ella y por eso siempre he tenido a mano libros de autores hispanoamericanos. Por una sencilla razón: enriquecen notablemente nuestra tradición. Su calidad sobrecoge. Sin la poesía escrita en América, nuestra lengua está mutilada. Por lo demás, el que uno haya vivido y viva en la provincia no significa que sea un poeta provinciano, en el peor sentido. Esa “lengua común” permite un acercamiento ideal, sin necesidad de conocer otros idiomas. Y abre mundos extraordinarios. Por eso sigo con mucho interés la obra en marcha de Igor Barreto, Fabio Morábito, Pablo Anadón, Orlando González Esteva, Piedad Bonnett, Juan Manuel Roca… O la de algunos poetas que nos presenta el entusiasta José María Cumbreño en sus Ediciones Liliputienses. No está de más recordar que algunas editoriales españolas cuidan desde hace mucho la publicación de poetas de allá; Pre-Textos, por ejemplo.
No son éstas, con todo, las únicas tradiciones a las que me debo. Señalaré, por indispensable, la portuguesa, que conocí pronto gracias a mi temprana amistad con Ángel Campos Pámpano, espléndido traductor de muchos poetas lusos. Eugénio de Andrade, por poner un solo caso, es el autor de una poesía sobria y luminosa que admiro. La italiana, la polaca y la griega son también dignas de elogio.
11.- Hay poetas con registros muy distintos, y otros que libros tras libros ahondan y diversifican desde un centro único (de nuevo: inexpresado). Creo que ese es su caso: desde el comienzo pareciera que ha encontrado si no el tono sí algunos de los modos y de los temas que le han obsesionado siempre, y a los que ha querido ser fiel.
Hace muchos años tuve un desencuentro con un crítico. En privado, mediante carta (como se hacía entonces), le confesaba, a partir de una reseña que había publicado sobre uno de mis libros en una revista, que creía haber encontrado mi tono, esa voz propia a la que aspira cualquier poeta que se precie. Me afeó, irritado, ese reconocimiento que, sin embargo, a uno tanto le tranquilizaba. Sostenía que eso impediría no ya el crecimiento, sino el desarrollo mismo de, por decirlo pomposamente, mi obra. Es posible. Lo cierto es que, tras escribir Una oculta razón, supuse que, además de un pequeño mundo, había logrado adquirir una voz distinta de las de mis inmediatos contemporáneos, lo que para empezar no me parecía poco. Con Territorio me pasa lo que a tantos con sus óperas primas: sin estar conforme con el resultado final, todo el programa poético de uno ya estaba reflejado, de alguna manera, allí. Las obsesiones, los temas, el vocabulario (esas palabras-clave, en mi caso muy gastadas, que uno reitera)... Faltaba acaso la voz, el tono personal, que en poesía –y en general- lo es todo. 
Las aguas detenidas se acerca mucho a lo que ha venido siendo mi manera de decir, aunque sobraba todavía lastre. Faltaba la debida claridad. Sí aparecía, en uno y otro, la misma noción de lugar, idénticos paisajes, y los asuntos que han caracterizado, insisto, cuanto he escrito, pero... 
Si tuviera que definir en pocas palabras mi poética, que adscribo a la corriente denominada poesía meditativa o de la meditación, podría repetir lo que ya dije en la referida charla de la Fundación March: «Hablamos de una poesía dicha en voz baja, como "conversación en la penumbra", que busca el equilibrio entre el lenguaje escrito y el hablado; sobria de dicción y, por tanto, de contenido (menos es más); de música callada y no estridente, “tamborilesca o machacona” (como la adjetivó Unamuno); una poesía reflexiva, grave (aunque no solemne), racionalista e ilustrada (sin renunciar al misterio); que pertenece a la tradición del humanismo; de ascendencia elegíaca, porque la vida, como ha recordado Francisco Brines, es el “ensayo de una despedida”».
Mucho se ha discutido acerca de si un poeta, cualquier poeta, no escribe a lo largo de su vida en realidad el mismo libro, que diría Trapiello. Soy de los que piensan que sí. Y, más allá, de los que defienden la fidelidad a una voz. La genuina, que diría Marianne Moore. Como lector, me molesta bastante seguir los pasos, a través de sucesivos libros, de algunos coetáneos más dotados, me temo, para las acrobacias que para la poesía. Es sólo una opinión. Cosa distinta es repetirse, Dios nos libre. Pretende uno, sin quererlo incluso, ahondar más que nada. El pintor habla de series. De variaciones el músico. Vuelvo a la imagen vinyoliana de los círculos, ensayando los que la vida te va procurando hasta alcanzar, ojalá, “el convincente”. Por lo demás, cambiamos. No somos siempre el mismo. La existencia te va modelando y tú, qué remedio, mudas con ella. Así las cosas, coherencia mediante, es difícil que esa lealtad te impida crecer y desarrollarte como poeta.