23.1.16

Una entrevista en CHA (2)

3-Es sorprendente la importancia que tiene el lugar en su poesía. En cierta medida usted es un poeta espacial, aunque los campos y ciudades que usted describe son tocados por un tiempo que lo hace complejos, misteriosos. Lo cercano, su propia ciudad, parece en su materialidad, intocable, al menos en ocasiones, como cuando habla de “la frágil transparencia de la vida” (“Desde fuera”, de Una oculta razón).
Sí, la noción de lugar está muy presente en cuanto he escrito. Desde el principio. De ahí que mi primer libro se abra con el verso “hagamos de este lugar un territorio”, que pertenece, como dije, a ese poema citado más arriba que uno ha llegado a considerar “núcleo germinal” de toda su poesía por lo que anticipa o sugiere. Ya he explicado en otra parte que esa particular noción de lugar (que gira en torno a lo que Bachelard denominó poética del espacio) está indisolublemente unida a un territorio concreto: el que constituyen mi ciudad natal, Plasencia (a la que dediqué todo un libro que titulé, a lo Morand, Plasencias), y sus contornos: los valles del norte de Extremadura: el del Jerte, La Vera, el Ambroz... Un enclave mediterráneo (en su sentido etimológico y en el paisajístico) donde se establece, al tiempo que se sustancia, mi visión y mi memoria, esos dos reinos, en los que al decir de José Ángel Valente, se constituye el poeta. Un lugar desde el que observar desde lejos el resto del mundo. Donde quiera que vaya me acompaña esa imagen fundacional que, por semejanza y por contraste, actúa sobre el resto. Una noción que, en resumen, participa, de una parte, de la reflexión sobre el arraigo en un espacio que me es propio (en una época caracterizada por la itinerancia, la globalización y el exilio) y, por otra, del convencimiento de que lo local conduce a lo universal. A veces, nada más paleto que ir de cosmopolita.
He mencionado a Valente, que en su libro Las palabras de la tribu aporta, según creo, las bases de mi particular reflexión sobre este asunto. En su ensayo “El lugar del canto”, donde podemos leer: “El lugar es el punto o el centro sobre el que se circunscribe el universo. La patria tiene límites o limita; el lugar, no". En la revista Quimera publiqué hace unos meses el capítulo inicial de un texto amplio e inédito sobre este asunto (“En torno a la noción de lugar”) cuyo origen está en una conferencia que impartí en la desaparecida sede tinerfeña de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en los noventa del siglo pasado, en un curso dirigido por el poeta Andrés Sánchez Robayna, otro poeta “espacial”, con la presencia de pintores (como Luis Gordillo) y arquitectos.
Es verdad que he llegado a plantear, con todo respeto, un ligero cambio en la famosa  definición de Machado sobre la poesía, para señalar que es “palabra en el espacio”, no sólo en el tiempo. Pero, como bien señala en su pregunta, una cosa y la otra están indisolublemente unidas. El escritor Juan Ramón Santos indicó con agudeza que mi poesía “se caracterizaría, pues, por su vocación de abordar el tiempo desde el espacio, por el intento de amarrar la memoria a unos lugares que, como escenarios vivos del pasado, forman parte de la identidad del poeta”. Y alude al jardín “otro lugar común” en ella, como las ruinas, cuya mera mención me hace recordar la poesía de Aníbal Núñez, uno de mis maestros, poeta declarado del espacio gracias, por ejemplo, a  su muy salmantino Alzado de la ruina.
Otro, el citado Bayal, que ya se había acercado a este asunto en su ensayo “Lógica del territorio” (capítulo 2), publicado en su libro Equidistancias, ha escrito en “Leyendo a Álvaro Valverde” (un texto que vio la luz en esta misma revista): “tanto da que el poeta esté en Nápoles, en Cadaqués, en Brujas, en Madrid o en luminosas ciudades del sur: cada uno de esos lugares remite inexorablemente al origen. Y no es sólo que todos los lugares sean a la postre el mismo lugar o el único (“una ciudad es todas las ciudades”), sino también que vaya el sujeto donde vaya no deja de ser el mismo sujeto y no dejará de establecer conexiones (…) entre lo uno y lo otro y certificar que ir y volver sí son la misma cosa.”
Lo cierto es que los lugares, ciertos sitios, me inspiran, por usar un término en desuso. En ellos parece que el tiempo se detiene y se hace evidente el presente perpetuo de la poesía. Por citar algunos, además de la Plasencia del “origen”, el molino de agua que pertenece a la familia de mi mujer (donde tanto he leído  y escrito y contemplado), un ameno rincón escondido en un pequeño valle del norte de Extremadura; Yuste y el Cementerio Alemán (donde se ubica mi poema acaso más conocido); la comarca de las Hurdes (que está detrás de mi libro El reino oscuro); numerosas ciudades vislumbradas o que forman parte de mi vida, como Tánger, a la que he dedicado mi último libro. O Gijón, muy presente en mi novela Las murallas del mundo.
Mi interés por lo espacial (no en el sentido astronáutico: soy alguien muy apegado a la tierra) está muy unido a mi fervor por el campo y la naturaleza (no en vano soy extremeño) y por la arquitectura. La casa es otro de los símbolos centrales de cuanto he escrito.
4- Sobre todo en sus cuatro o cinco primeros libros (lo que es mucho) usted tiende a que el objeto del poema sea algo enigmático, como si presintiera, y con usted el lector, que lo que quiere designar aparece por reflejos, quizás como un eco de la poesía simbolista. “Todo expresa una múltiple,/ e inasible presencia”, afirma usted en un bello poema (“Mecánica terrestre”) ¿Le parece que hay algo de esto?
Uno escribe por tanteo. Sin brújula. Sin saber a dónde va, por racional que me considere. Lo que tengo delante de los ojos, lo que pienso, es, a pesar de todo, confuso y misterioso. La realidad es múltiple. E inasible. Precisamente para intentar comprender escribe uno. Para entender lo de fuera y, de paso, intentar entenderse a sí mismo. Conocerse, como quería el griego. Pero siempre desde la incertidumbre, la duda, el no saber. Por lo demás, detrás de cada cosa, ya lo dijo Auden, se esconde una oculta razón (título de uno de mis libros). No utilicé lo de “a debida distancia” (título de otro) de manera casual: es así como concibo mi relación con los individuos y los objetos que me rodean. Para verlos y comprenderlos mejor, supongo. Eso sí, a lo más, llegamos al vislumbre, a la conjetura. La complejidad de los seres y las fuerzas, que diría mi paisano Felipe Núñez, impide otra cosa que no sea el presentimiento.
Ahora bien, intentando que, en los poemas, la claridad impere. Me di cuenta pronto de que era más fácil ser oscuro que claro. Que era mucho más complicado expresar los sentimientos y los pensamientos con claridad que de forma, digamos, embrollada o confusa (que es lo que algunos  denominan, sin empacho ni respeto, hermetismo). Y no lo he hecho por cortesía para con el lector, parafraseando a Ortega, sino por coherencia y responsabilidad. Por respeto a la poesía. 
5-¿Qué significa la infancia, la que usted vivió, para su poesía? ¿El hombre maduro es un niño reinventado?
Me da la impresión de que la infancia está  sobrevalorada. En lo literario, digo. Se ha repetido hasta la saciedad la famosa frase de Rilke, lo de que "La verdadera patria del hombre es la infancia". Que todo lo que somos, o casi, se lo debemos, creamos o no en las teorías de Freud, a esa primera etapa de nuestra vida. Por otra parte, Wordsworth afirmó que "El Niño es el padre del Hombre". Algunas veces he hecho alusión en mis versos a concretas circunstancias del niño que fui. Por aquello del carácter, que tanto me obsesiona y que, ya se explicó, está en la médula de lo que acaso sea un poeta; por aquello del carácter, decía, uno sigue siendo aquel muchachino tímido (vergonzoso, diría mi madre), raro al parecer de otros, que solía apartarse del grupo, sensible, nervioso (en el sentido en que lo emplea Brodsky: Solo soy un hombre nervioso por circunstancias propias y ajenas, pero muy observador"), poco deportista (y nada aficionado al fútbol) pero amante del paseo y de la montaña, solitario, tristón y melancólico, sí, pero al que nunca le faltaron amigos. No fui un precoz niño lector, pero me gustaba escribir redacciones; que, por cierto, no le gustaban a mi profesor de Lengua.
Se repite que el poeta debe conservar al niño que fue. Es posible. Reconozco cierta ingenuidad en mí que a lo peor tiene mucho de eso. O no, porque rescata la inocencia del crío que fui.
Los miedos son también de entonces: a la oscuridad, a la noche, a la muerte… Me inclino a pensar que lo que en realidad mantenemos es a una especie de adolescente eterno. La fragilidad, el desvalimiento que suma a su personalidad el hombre adulto tras superar, al menos por el cómputo numérico, esas dos etapas iniciales de la vida.
Por lo demás, me suelen resultar indigestas las páginas que en cualquier biografía o autobiografía se dedican a la infancia. Por algo será. Lo que no necesariamente significa que uno no tuviera una niñez bastante feliz. Añado, y termino, que al ser, por profesión, además de padre, maestro de Primaria, funcionario con treinta años de servicio a las espaldas, este tema me ha resultado a lo largo de la vida muy cercano.