1.12.15

Personal

David
Iba uno contento mientras evocaba un par de anécdotas recientes, de esas que te suben un poco el alicaído ánimo otoñal, cuando me topé con un vecino, viejo amigo de mi padre (del que me habla cada vez que nos vemos), que me despertó de forma abrupta del encantamiento.
Hace unos días, en la sala de espera de una consulta de un centro de salud del que no soy paciente, entablé una breve, ocasional conversación con un desconocido. Ciego, por más señas. En un momento de la charla sobre los maestros y la política y el trabajo, hice alusión a mi hija, próxima a cumplir, dije, treinta años, lo que le llevó a interrumpirme para preguntarme la edad. Cincuenta y seis, contesté, a lo que él añadió: "Por la voz, le hacía más joven. Le había echado treinta y tantos". 
En la churrería donde compro a mi mujer los churros cada sábado, la simpática tía de la poeta Irene Sánchez Carrón se despidió de mí con un "Adiós, joven" que me llegó también al alma. 
Pues bien, en estas evocaciones estaba, camino de la frutería de Santi, cuando apareció en lontananza el mencionado vecino. "Eh, ¿a dónde vas?", me preguntó, y sin esperar respuesta: "¿A por el periódico, de paseo?". "Siempre vas con prisa", sentenció", y sin dejarme hablar, "Eres más cerrado que tu padre. Tienes que ser más comunicativo. Es que tu padre... Eres muy corto, te cuesta..." Bueno, acerté a responder, cada uno es como es. A lo que él añadió: "Es que tu padre... Sí, somos como somos", asintió. Me zafé como pude no sin antes confirmarle que era mi hermano el cura el que había salido a nuestro padre en lo que a la campechanía y al humor respectan. Me dio la razón y preguntó si estaba aquí. Sí, le dije, y luego continué cabizbajo calle arriba.