10.12.15

Luis Javier

La noticia llegó a través de Tomás Sánchez Santiago. Luis Javier Moreno había muerto. El 6 de diciembre, Día de la Constitución. Para el poeta de Zamora, era una especie de hermano mayor. Ni siquiera sabía que estuviese enfermo. Aunque, como su admirado Gil de Biedma, lo estuviera seriamente. El pronóstico médico, al parecer, desmentía esta funesta posibilidad, pero...
Huidizos los dos, no habíamos llegado a encontrarnos nunca en Segovia, la ciudad donde nació hace ahora sesenta y nueve años, la misma en la que vive mi hijo. Cuando eso ocurrió, en el primero que pensé fue en él. Pretendí que al menos ellos se saludaran, pero...
A Luis Javier le conocimos, o eso creo recordar, en Salamanca, en el entierro de Aníbal Núñez. Allí estudió su carrera de Filología y se fraguó su indeleble amistad con el autor de Alzado de la ruina (y con su familia, era un ser cariñoso). También con Fernando R. de la Flor, a quien cada poco preguntaba por él, ya que le visitaba con cierta frecuencia. En Salamanca conoció al citado Tomás, a Ángel Campos y, en fin, a un grupo de castellanos y leoneses que dieron pronto en poetas.
Con todo, fue en Cuenca, en unas jornadas que organizó Diego Jesús Jiménez en la Menéndez Pelayo, donde nos tratamos más intensamente. En lo personal, quiero decir, porque Luis Javier, enemigo de las tecnologías digitales, era un hombre de correspondencia. Por ahí andan sus cartas, con su particular caligrafía de letra redonda y clara, como su poesía. Las cuartillas solían venir acompañadas. En la última, por postales de ciudades y paisajes de Centroeuropa. Imágenes, me dijo, que le evocaban algunos de mis poemas.
Pasamos también un largo día veraniego juntos aquí en Plasencia (con visita incluida a Hervás), en compañía de otro amigo común: el pintor Mon Montoya. Comimos tarde y mal, pero antes hicimos una ruta de lo más placentina por los bares del centro.
Profesor de instituto, lo fue del adolescente Felipe Benítez Reyes y en tierras de Cádiz trabó amistades duraderas con José Ramón Ripoll, Jesús Fernández Palacios y compañía, como señala en su hermosa necrológica Ignacio Sanz.
Su vida, en la que no faltaron los viajes, transcurrió en Segovia, y uno le alabó siempre el gusto. En el mismo lugar donde vivieron, entre otros, San Juan de la Cruz, Antonio Machado y María Zambrano.
Luis Javier era, comentan sus amigos, infantil, desprendido, espontáneo, alegre y afectuoso (ya se dijo), pero también, como buen melancólico, un hombre apesadumbrado a rachas, depresivo y triste. Pero esa faceta suya, inevitable en su biografía, la dejaba para sí. Para su casa, donde siempre se sintió la presencia de su madre, a la que adoraba.
Como decía en su carta Tomás, "Todo poeta muerto sigue defendiéndose en sus versos". Y Luis Javier Moreno era ante todo poeta, lo que demostró de sobra, antologías y cánones al margen, en sus poemas y, además, en sus traducciones. De Lowell (admirable), Roethke, y Horacio. Publicó bastante y en editoriales de todo tipo, de las más conocidas a las más secretas. Obtuvo algunos premios. Uno pondera su faceta como diarista, donde más está, con ser su culta poesía de talante anglosajón (estuvo becado en el famoso International Writing Program de la Universidad de Iowa) y autobiográfico. Aquí pueden leerse no pocas alusiones a su vida y a su obra aparecidas en este blog, comentarios que él leyó, a veces, en copias de papel.
"En sus dos últimas cartas -cuenta Tomás- él me enviaba fotos en las que siempre aparecía radiante y sonriendo. Lo he tomado ahora como una voluntad de que lo despidiésemos así, con escenas llenas de jovialidad, de vitalidad, tan suyas". Y añade: "en una de las fotos estamos él, tú, Yolanda y yo en algún evento. Todos imposiblemente jóvenes". Ahí seguimos.

J. C. Mestre, A. Bautista, J. M. Mesanza, L. J. Moreno y uno en Cuenca, 1993