29.11.15

Carta de Guadalupe

© Nicanor Gil
Lo confieso: siento debilidad por los conventos. Porque son lugares apartados, cuanto más recónditos mejor, que se levantan en parajes hermosos, de una belleza singular, y porque representan un modo de vida, una suerte de espíritu, más allá de las creencias religiosas, que siempre me ha atraído. Puede que sólo sea una mera cuestión de carácter. Si lo llevo más allá, hay algo de poético –y de poética- en esa existencia contemplativa que mira más hacia dentro que hacia fuera, al interior que al paisaje, basada en la sencillez y la humildad, entre lo austero y lo sobrio, en busca de la serenidad y la armonía. Una vida basada en el silencio, ajena al ruido de la ciudad y a favor, como quería Thoreau, de la Naturaleza. Entre libros. Puede, soy consciente de ello, que idealice esa manera de estar y de ser en el mundo. Con todo, desde pequeño he admirado ese orden contemplativo y a quienes lo eligieron. He llegado a envidiar incluso a esos misteriosos, silentes habitantes que vivían al margen, detrás de gruesos muros como los que pueblan las imágenes de mi infancia en Plasencia, donde no faltan, ni siquiera ahora, esos retiros. Uno mismo ha llegado a imaginarse allí dentro, espejismo que duró apenas un par de semanas de mi perdida adolescencia, cuando estuve alojado con los franciscanos en El Palancar con la intención de probar –como si uno fuera, pongamos por caso, Ernesto Cardenal en el Getsemaní de Thomas Merton– mi vocación enclaustrada. Fue en vano. El Palancar, por cierto, es uno de los tres conventos que forman parte, se podría decir, de mi imaginario monástico. Los tres extremeños. Yuste, ante todo, que asocio a mi temprano descubrimiento de la poesía tras ser consciente de la belleza de la yedra encarnada una tarde de otoño; el citado conventito de Pedroso de Acím, donde residió mi santo favorito, Pedro de Alcántara; y Guadalupe, donde también radican los franciscanos, el más grande en valor y tamaño, el último que conocí.
La razón la tengo clara. Desde chico, uno ha sido propenso al mareó, poco importaba el tipo de vehículo. Sin remedio. Por eso pospuse durante años la visita al remoto monasterio de las Villuercas. En casa, siempre se hablaba de la carretera que conducía a la Puebla con temor, por las numerosas curvas que tenía. Por eso sólo fui cuando pude conducir. Mi primera visita fue al volante de mi mini amarillo, apenas obtuve el preceptivo carnet. Recuerdo otra, más tardía, también en compañía de Yolanda y  junto al poeta Felipe Núñez y su mujer, Ada. Una Semana Santa de principio de los ochenta. Después he vuelto, claro, porque el lugar, una vez conocido, atrae a cualquiera con un poder que muchos viajeros han experimentado.
Ya le hubiera gustado ir hasta allí andando, en peregrinación, como hicieron en su día desde Plasencia, aunque no todos llegaran, el novelista Gonzalo Hidalgo Bayal y unos amigos.
Que el acceso sea complicado (poco importa por dónde vayas, si por la carretera que viene de Trujillo, a través de Madroñera, Zorita, Logrosán y Cañamero, o desde Navalmoral de la Mata, por Peraleda, Bohonal y Castañar de Ibor), no impide que merezca la pena llevar a cabo el camino. Todo lo contrario. Uno ha realizado los dos itinerarios y, ya digo, no sabría decir cuál de los dos es más enrevesado y peligroso, pero tampoco, trazados aparte, sabría precisar qué paisajes son más bonitos y dónde disfruta más el peregrino con la visión de panoramas dignos de la justa fama que tiene esta tierra en lo que a ese asunto natural se refiere.
Una vez allí, y antes de visitar el monumento central de Guadalupe, el monasterio, como reconoce en su viaje por Extremadura el escritor Ramón Carnicer, antes, decía, está, ya se mencionó, la Puebla, que no deja de ser un sitio lleno de tipismo por donde pasear nunca está de más, ya sea en busca de tal o cual rincón, de este o aquel detalle arquitectónico, por el gusto de comprar la artesanía, los recuerdos o los dulces típicos o, en fin, para degustar, entre otros manjares, la famosa morcilla, tan elogiada por estos contornos; embutido tradicional también conocido como morcilla de sangre, morcilla de lustre o morcilla de berzas.
Desde fuera, levantándose sobre la aplanada superficie de la Puebla y Villa, la mole del Real Monasterio impone. Más cuando se ha visto desde arriba, si se llega por los Ibores. Como no soy experto en arte, coincido con la mayoría en mis gustos sobre el recinto. Admiro, en consecuencia, su claustro mudéjar, donde se alza, entre jardines, el templete, decorado con los apreciados azulejos (otro elemento inseparable de Guadalupe), y la sacristía, en la que cuelgan los bellísimos cuadro de uno de mis pintores favoritos, si no el que más, Zurbarán, extremeño de Fuente de Cantos.
Por encima de lo meramente arquitectónico o artístico, Guadalupe es América. Realidad y símbolo de la empresa americana, sí. La que llevaron a cabo, sobre todo, los extremeños del descubrimiento, la conquista y la colonización; hitos, sin duda, en cualquiera de sus versiones, de la historia de España y, claro está, de la de aquel continente. Desde entonces no hemos dejado los extremeños de mirar hacia esa proyección ultramarina que tanto tiene que ver con nuestra forma de ver y de construir el mundo. Sensibilidad y pensamiento que han encontrado quienes han atravesado el océano para refundirse, no pocas veces, con sus propias, casi idénticas raíces. Lo de aquí allá y viceversa, podría decirse.
Se me ocurre, en fin, que una buena manera de adentrarse en ese sitio es a través de Guadalupe. Guía Histórica Ilustrada, de Nicanor Gil González, hijo del lugar, que lleva, además, un prólogo del citado Gonzalo Hidalgo (Ediciones del Ambroz).
Si aterrizamos en lo más concreto, creo que fue una excelente idea celebrar el Día de esta región coincidiendo con el de la patrona de la Comunidad Autónoma. Símbolo, acabo de explicar, de una forma de sentir y de ser. De lo particular a lo universal. Y ya que aludo a lo religioso, no estaría de más volver a reivindicar que Guadalupe y lo que representa pasé a formar parte de una diócesis extremeña y no siga perteneciendo a la archidiócesis de Toledo.
Hace unos años, en 2006, coincidimos allí un grupo de escritores para celebrar una reunión literaria con motivo del Año Jubilar. Fruto de esas jornadas, el libro Encuentro en Guadalupe donde aparecen textos de Javier Alcaíns, Ángel Campos Pámpano, Daniel Casado, José María Cumbreño, Inma Chacón, José Manuel Díez, Santos Domínguez, Antonio María Flórez, Diego González, Gonzalo Hidalgo Bayal, Hilario Jiménez, Javier Pérez Walias, Serafín Portillo, Antonio Reseco, Javier Rodríguez Marcos, Antonio Sáez Delgado, Ada Salas, Basilio Sánchez, María Rosa Vicente, José Antonio Zambrano y Santiago Castelo. Ilustran el volumen fotografías de Modesto Galán, Toni Gudiel y Vicente Novillo.
Al mencionado Castelo, que tanto ha hecho por la promoción guadalupana y por la reivindicación que acabo de señalar, debo unir otro nombre para mí inseparable de Guadalupe, el del periodista Teresiano Rodríguez Núñez, que fuera director del diario Hoy, abanderado de la misma causa extremeñista para ese enclave tan popular como religioso.

Este texto ha sido publicado en el libro Guadalupe. Sentimiento y concienciaDepartamento Editorial de la Diputación de Badajoz, 2015.