1.4.15

La promesa latente de una vida distinta

Leo Más allá, Tánger (al título me refiero) y llega hasta mí el sonido de los barcos conduciéndose entre el Mediterráneo y el Atlántico. Es la música de las dos orillas, sobre todo cuando hay niebla y se pone difícil el camino hasta Marruecos (o desde, según se mire). Parafraseando a Caballero Bonald en la cita que inaugura el libro: «Desde la azotea materna de mi infancia yo también podía ver Tánger más allá» (o casi, y si no había la niebla de la que hablo). Y qué razón tan poderosa identifica esos años míos con la promesa que encerraba este título. Quedé atrapada.
Más allá, Tánger son varias historias. Álvaro Valverde ha trazado una historia de ida y vuelta en cincuenta poemas extraordinarios. La ha escrito con los recuerdos; con los ecos de la niñez; los olores instalados en la memoria, con los más modestos (el del pan, el de la sal en el aire, el de las especias en la amalgama de los mercados). Es la historia de una mujer que regresa a la ciudad donde vivió con su familia en el exilio y es también la de su hijo, que pisa por primera vez -desde el primer poema- un suelo que, sin embargo, su corazón ya conocía. Pero, además, existe en estos cincuenta poemas un clarísimo homenaje a la ciudad (de alguna forma reconocemos estos temas de Valverde, con un pequeño giro: la casa, el viaje, el lugar).
El poeta utiliza a los dos personajes para rodear la ciudad, para indagar en ese caleidoscopio que es Tánger: la de extramuros, la de intramuros, la de la medina, la fabulosa. Pero es el hombre, el yo poético, que habla por él y habla por ella. Sólo fugazmente la mujer alza su propia voz, y coincide ésta con momentos álgidos de emoción, habla ella en primera persona cuando la nostalgia late con mucha fuerza en los versos, y sólo ella lo vive y rememora (remito al lector a la canción del poema veintitrés). Sabemos por el poema treinta y seis que a la mujer le profundamente el recuerdo de la tierra lejana y que por eso había podido volver (hasta ese momento). Pero la mujer finalmente regresa, y lo hace en el poema cuarenta y nueve. Así, vemos, el poeta canta la historia empezando por el final, cuando él, el hijo, llega al Tánger materno. Desde ahí irá reconstruyendo la memoria familiar, guiada siempre por la perenne -inevitable- nostalgia de los exiliados (cuántos poemas de los nuestros desde un exilio u otro), desde que un muchacho de dieciocho años intercambiara su suerte con un familiar y se salvara de ser fusila­do. Su destino acaba, pues, siendo la ciudad marroquí. En mitad de este hilo, la madre y su evocación triste del lugar donde fue feliz, la constatación de que la ciudad del otro lado del Estrecho es lo que el protagonista lleva sintiendo toda su vida; una Cádiz, una Estambul, una Lisboa, con su paisaje de ruinas que dan por hecho tiempos mejores y son a su vez la razón de su belleza. Una Cádiz, una Lisboa, donde lo que se respira es tiempo. Y los que hasta allí han viajado bien lo saben. Tánger, una ciudad pasado en sí misma es la encarnación perfecta de este juego de volver allí una generación después, de volver al pasado.
Las voces y los tonos se alternan en los poemas breves y los no tanto; poemas descriptivos y de estilo muy directo, de carácter casi narrativo que cumplen la función de aportar datos: son pistas ma­teriales para que los lectores podamos entender la historia. Otros, en cambio, son las imágenes -todas muy plásticas, algunas bellísimas- que necesitamos para completar el puzzle (o para recorrer este laberinto, que viene más al caso). Una sábana blanca tendida al sol, por allí; la carne y sus despojos tomados por las moscas, por allá; el olor penetrante de las aceitunas aliñadas (y sabes perfec­tamente dónde estás), el sonido de los barcos, el cabello revuelto por causa del Levante (tan mítico, «un estado de ánimo»), la llamada del almuédano colándose en cualquier rincón.
Es este libro de Álvaro Valverde un poemario sosegado, de un lenguaje claro y pulido, sobrio y elegante sin dejar de ser lí­rico. Poemas que destilan una paz, una luz blanca, una tranqui­lidad que es satisfacción pero es también la ya mencionada nos­talgia. Es el tono elegíaco de los poetas del 50; y esa añoranza de una época feliz y luminosa en el marco de Marruecos me ha traído a la memoria algún poema de Francisco Brines, siendo los temas tan distintos. Algo de eso me ha traído este Tánger. Y un lejano olor salobre con los poemas de un poeta que nos brinda un rato de intimidad, de complicidad, una confesión personal que se hace muy grande y nos arrastra.

Almoraima González 

Revista QUIMERA, número 377, abril de 2015