28.5.14

El segundo mundo de Ferrer Lerín

Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) publica en Jekyll & Jill Mansa chatarra. La preciosa edición corre a cargo del profesor y poeta valenciano José L. Falcó y reúne prosas que el autor catalán ha venido publicando en algunos de sus libros (La hora oval, Cónsul, El bestiario de Ferrer Lerín, Papur, Fámulo, Gingival y Hiela sangre), así como en el blog.
Dije prosas y debería haber dicho textos, una palabra más ambigua pero aquí más pertinente pues se recogen narraciones como tal, sí, mas también poemas en prosa, microrrelatos y poemas a secas. A decir verdad, la distinción por géneros y Ferrer Lerín son incompatibles. Por suerte, en eso no es el único.
Entre el sueño y la ensoñación, en torno a lo onírico, giran estos pequeños planetas literarios, tan fronterizos y galácticos como su autor. 
Prima, que quede claro, el lenguaje y al decir esto creo que se me entiende: la trama, por etérea o ligera o soñada, está al servicio de la escritura y son las palabras las que mandan. Porque la materia es frágil: los sueños, FL procede echando mano de una manera de escribir, se diría, automática (por recuperar la nomenclatura vanguardista), irracional incluso (por lo mismo), algo lógico si queremos expresar lo que sucede cuando se sueña. Sin que ello quiera decir, claro, que vaya a tontas y a locas, algo impropio en un tipo que se conduce tan bien. "¿Desde qué plano de la existencia estoy escribiendo?", se pregunta. Y en otro momento: "Ferrer Lerín cree que sueña."
Todo aquí es inquietante. Alrededor, monstruos, bestias (algo inherente al imaginario leriniano). También personajes extraños. Para lograr ese clima hay una especie de deliberada confusión espacio-temporal y un aire histórico (muy siglo diecinueve).
Es fácil evocar, si nos referimos al conjunto, a Borges. Y por varios motivos que no hace falta explicar aquí.
Tampoco falta el humor. Sutil. Así, en "Tradiciones", "Ciento ochenta" o "Cigomar" (donde se convierte en negro). 
El estilo derrocha elegancia a raudales; en "Brillo", por ejemplo.
Me han gustado especialmente "La heredad", "Comiaces", "Mancha chatarra" (paradigmático), "Avellanas", "Palingenesia", "La casa" (que empieza: "Regresé a los treinta años de mi muerte.")
Al final de "El muro" leemos: "Y no era yo". A esa extrañeza, a ese desdoblamiento (de nuevo lo borgeano), responden estos textos que autor y editor han hecho muy bien en rescatar. Para sus incondicionales (estamos, ya se sabe, ante un autor de culto) y, pongo por caso, para lectores lentos o atrasados (y con lagunas) como uno, no por eso menos adicto al mundo leriniano.