29.6.13

Lo breve eterno

Cuando apareció el primer libro de Sergio Fernández Salvador, Quietud, en la misma editorial, La Isla de Siltolá, algunos quedamos gratamente sorprendidos. Así lo hice constar aquí. Podría repetir aquellas palabras para referirme a éste, por más que F. haya dado un paso hacia adelante, que es de lo poco que uno pide a un nuevo libro, poco importa de qué autor. Digamos que en esta segunda entrega ahonda en lo ya escrito -eso que llamamos mundo- y eso sirve para los asuntos que trata y para la forma de hacerlo, una cosa y la misma.


No está mal que inaugure una colección que se denomina Tierra. De eso hay mucho en Lo breve eterno. Estamos ante una poesía anclada en un territorio y el paisaje que aparece es también bastante concreto; muy bien descrito, por cierto. Como hay un regusto rural y una sabiduría antigua que van de suyo. Sin ánimo de molestar, calificaría al libro de castellano, y no sólo por los árboles, los pájaros, los campos y los lugares que habitan en él. Ah, ese lenguaje, tan preciso y rico como sencillo y natural. Claro. Nada más lejos, o eso creo, de la intención de su autor que epatar. Basta con leer, no hay duda, pero también ayudan sus reflexiones en verso sobre el hecho de escribir, recogidas en un puñado de poemas.
Sin trampa ni cartón, desde el primero, "Ofrecimiento", Sergio Fernández Salvador despliega ese mundo al que antes hice alusión y para ello se sirve de las estaciones, del abedul, de las castañas, del níscalo, de los tilos, de las montañas, de los escarabajos o de las mariposas. Hay limpieza en su mirada y una inevitable melancolía porque se mira hacia atrás: "Todo lo que no fue / (...) / es hoy en esta página". A la infancia, sobre todo. "Es hogar la tristeza", dice en uno de los mejores poemas del libro, "La casa del dolor". No es el único que sobresale, para mi gusto; así, "Enmienda", "Tres silencios", "Regional Express" (tan significativo), "Era la infancia"...
Se atreve con el tono menor (tan mayor a veces): "Poquiterías" (haikus, aforismos) y "Adivinanzas". Aunque no predomine, se cuela de rondón la ironía por entre estos versos tan bien apuntalados.
Escuchaba el otro día a un escritor de moda abogar por la renovación literaria; porque estamos en el siglo XXI, alegaba. Que nadie busque aquí ningún experimento, que es donde no suele, por cierto, presentarse casi nunca la poesía. Andaba uno dándole vueltas a ese viejo asunto cuando me topé con "Vieja y nueva": "Dicen que está gastado ya este verso, / polvoriento, lo llaman, / que huele a rancio, dicen, dicen, dicen, / y se dan a lo último / que es ya lo más prehistórico". Sonreí al leer ese precioso poema, tan desangelado como cualquier poeta ante el humilde milagro, viejo o nuevo, viejo y nuevo, de sus versos. Sí, a lo Foix: "Vieja y nueva canción, nunca me faltes."
En ese mismo sitio, F. echa mano de Machado y JR -excelentes maestros, este hombre sabe elegir mentores- y uno no puede por menos que pensar en la verdad, que con la emoción y la belleza, arman este hermoso edificio de sonido (su música es excelente) y sentido.


Cierra el volumen (que de voluminoso no tiene nada) el poema "La casa abierta", La Terenosa o casa de la infancia. Lo abrocha con un verso elocuente: "Mientras pise la hierba estaré bien". Como nosotros, sus lectores, si él sigue escribiendo de esta manera. Con ese empeño de hacer "breve lo eterno y eterno lo breve". Casi nada.