9.11.12

El desierto verde

Como otros escritores, pienso en Trapiello, Eduardo Moga (Barcelona, 1962) ha hecho de Extremadura una de sus patrias. En su caso, por causas familiares. Ángeles, su mujer (quien, por cierto, acaba de obtener una plaza como médico en un importante hospital de Londres, lo que supondrá el inminente traslado del domicilio familiar a la capital británica), es de Hoyos, un precioso pueblo de la cacereña Sierra de Gata, y allí, desde hace cuatro años, pasan el mes de julio. Tras finalizar las obras de su casa; nueva, aunque sea vieja. Uno tuvo la suerte de visitarla hace dos. Por eso, y porque en ella viven unos amigos muy queridos, mi lectura de El desierto verde (Editora Regional de Extremadura, 2012) ha sido muy particular. Honda. Íntima. Muy emocionante, en suma.
Con ellos conversé largo y tendido, recorrí las calles que se nombran en los poemas, fui hasta la fuente que se describe -a la entrada o a la salida, según- y otros sitios que aparecen en esas páginas. Por otro lado, conozco también las inmediaciones del pueblo; la piscina natural, por ejemplo, otro enclave principal de esos veranos serranos.
Parte de lo que acabo de contar se explica en el prólogo del autor. Él lo denomina así; para uno, ese es el primer poema del libro, no sólo por su lugar en el índice. Comienza con una afirmación elocuente: que el libro "constituye un homenaje al paisaje extremeño". Precisa que "pretende captar ese paisaje volátil e inmóvil; o, más bien, pretende captar el impacto de ese paisaje en mí". Y añade: "El paisaje no es, en realidad, sino otro pretexto para errar por mis paisajes interiores".
Los catorce poemas sin título (con excepciones: "Sendero de la Cuesta", "Fonte Santa", "Trevejo", "El Jevero", "Los Álamos, 9") que forman este libro -ya publicado a finales de 2011 en Ediciones El Gato Gris, en una tirada reducida para bibliófilos con ilustraciones de Santiago Serrano-, escrito en Hoyos y Sant Cugat del Vallès entre julio y agosto de 2010, son, a excepción del primero (que "celebra el fin de la afasia" poética, "tras años de resecamiento"), poemas en prosa. "El poema en prosa -me parece- se extravía menos en las sonoridades y las anfractuosidades retóricas del poema versal, y atiende con más permeabilidad a los accidentes de la sintaxis, esto es, del pensamiento".
Que nadie, dicho lo dicho, espere delicuescencias líricas, descripcionismo al uso, versos complacientes, delirios bucólicos y otras lindezas por el estilo. Moga es un poeta moderno, autor de numerosos libros de poesía (Ángel mortal, La luz oída (Premio Adonais), El barro en la mirada, Unánime fuego, El corazón, la nada, La montaña hendida, Las horas y los labios, Soliloquio para dos, Los haikús del tren, Cuerpo sin mí y Bajo la piel, los días), traductor (de Frank O'Hara, Charles Bukowski, Tess Gallagher, Ramon Llull, Arthur Rimbaud y William Faulkner, entre otros), crítico y lector promiscuo, editor en la desaparecida editorial DVD. Que nadie se equivoque. Por eso me alegra tanto que quien yo bien sé se diera cuenta de la importancia de incorporar a la colección de Poesía de la Editora esta entrega, inédita a (casi) todos los efectos. Es una voz que suma. Una voz importante.
En lo que respecta a este desierto verde (un tópico extremeño), Moga ofrece a los lectores un perfecto destilado de la máxima atención que presta a cuanto le rodea, de meditación existencial en medio de un paisaje muy concreto (que es uno y múltiple). Son fruto de un intenso estado de consciencia. Un hombre mira y piensa bajo la luz. Una luz "que es otra luz". "El mediodía es oscuro: induce a la ceguera".
Alguien que escribe: "No sé lo que emerge, salvo que esta ignorancia es la realidad". O "Sólo el dolor nos ampara". O "La transparencia es un lugar cenagoso; el vacío no puede atravesarse". O, por fin, "la intemperie es también una morada".
Y que dice lo que dice con una gran riqueza verbal, barroca a trechos; con un vocabulario preciso que se aleja de las palabras familiares o gastadas por el uso común, que sólo atiende a la busca del término exacto. Un lenguaje, por lo demás, de una plasticidad notable.
Por sus versículos, digamos, transitan los caballos (que suenan en pasado), hablan las piedras ("La piedra se mueve; yo permanezco"), canta un gallo ("-cabrón-"), discurre un río (el Jálama)... El poeta, que reflexiona sobre la propia escritura (en "Fonte Santa", pongo por caso), hace suya la memoria de Ángeles ("Yo he hecho mío ese recuerdo") y siente nostalgia de lo que no vivió. Comprendo bien esa sensación, que uno hace suya.
Imagino a Eduardo Moga leyendo en voz alta estos poemas. Como él sabe hacerlo (ya le oímos en Morille). Con su particular tono de voz, que tanto ayuda a ello. En Badajoz, en el Aula Díez-Canedo que va a visitar próximamente. Uno, puede recrear además, ya se dijo, los paisajes exteriores e interiores de su desierto verde. Puede observarlo, a debida distancia, tendido en su cuarto, leyendo o escribiendo en su desván "blanco" o bañándose en el río. En ese lugar donde en uno de los poemas se ve a sí mismo desnudo; donde se zambulle, desde el cuerpo, en una dolorosa meditación sobre el fin y la muerte. "Me alejo, hoy, nunca, nada".