21.8.12

Mermall

Sabía cuando lo compré que Semillas de gracia, de Thomas Mermall, sería lectura de verano, carne de Conil. Lo tenía apartado hace meses y más de una vez estuve dispuesto a romper ese aplazamiento. 
El catedrático emérito de Literatura Española en el Brooklyn College y en el Programa Doctoral de la City University of New York, autor de La retórica del humanismo: la cultura española después de Ortega, Las alegorías del poder en Francisco Ayala y de la edición crítica de La rebelión de las masas (Castalia,1998), así como de numerosos artículos que versan sobre la obra de Unamuno, Ortega, Octavio Paz, el género ensayístico y la teoría retórica contemporánea, murió meses después de que Pre-Textos publicara su libro de memorias, va a hacer ahora un año.
Abre la obra, traducida por Eva Rodríguez, un prólogo de Antonio Muñoz Molina, que lo trató en Nueva York. La versión del Post scriptum es de Javier Gomá.
Mermall se consideraba, ante todo, un hispanista y en sus memorias relata una vida dilatada e intensa que se apoyaba en cuatro actividades: "amar, leer, enseñar, escribir" ("mi tetragrámaton"). Su lema: "Amor y lectura". 
En la primera parte de Semillas de gracia (un título afortunado), aborda lo más decisivo de su existencia: la huida con su padre por culpa de la guerra y la casi milagrosa salvación (gracias a Iván Gartner, a quien nunca olvidó). También en la infancia, otros hechos sustantivos que forjaron su carácter: la muerte de su madre y la aparición en escena de su madrastra. Ríete de Cenicienta. Al fondo, otro dato esencial: su condición de judío, otro de los pilares de su vida. "Judío. No hay modo alguno de que yo pueda ver, oír o pronunciar esta palabra sin sensación de inquietud y persistente paranoia". Como casi todos, Mermall fue un judío un tanto especial y al asunto dedica no pocas páginas de su libro, incluido un capítulo específico en su parte final.
A las peripecias y derivas de su infancia -desde su Hungría natal (vio la luz en Carpatia / Ruteria, en 1937, entonces Checoslovaquia y ahora Ucrania) hasta Estados Unidos pasando por Chile-, sucede un capítulo interesantísimo dedicado a las mujeres, a algunas de las muchas que pasaron por su vida, con las que trató, convivió, se casó o se separó. Mujeres a las que amó, sobre todo. Sin entrar en detalles (abundan en esta parte), destacaría la riqueza descriptiva de Mermall. De personajes, de situaciones. Es llamativa esa facilidad para describir, ya digo, cuerpos y almas.
La tercera parte se centra en su actividad académica: tareas, investigaciones, carrera, compañeros, alumnos, etc. 
Este orteguiano seguidor de Unamuno, que quiso ser actor teatral, sentía cierta frustración por no haberse formado en una de las universidades de élite norteamericanas y de no haber podido ejercer, más tarde, en ninguna de ellas como profesor. Eso sin negar lo innegable: que llegó a ser en lo suyo uno de los mejores, por encima de esas circunstancias.
En esta sección aprovecha para denunciar la tiranía de lo "políticamente correcto", algo que se suma a sus opiniones sobre política, sin radicalismos pero sin concesiones. 
También para hablar de Paz, Ayala (y C. Richmond), Granell, Jiménez Lozano, etc. Y de la Residencia de Estudiantes, esa inevitable referencia del hispanismo.
Esnob, amante de la gastronomía -en especial del vino-, atleta en su juventud y aprendiz de boxeador, neoyorkino a carta cabal y madrileño de paso, reconocía su "hispanofilia incurable" (aunque adorara el francés). Creía en un "modo hispano de la amistad".
¿Mi vida? "El sueño de un niño muerto que era yo", escribió.
En el mencionado Post scriptum, Mermall anuncia la enfermedad que acabaría con él: un cáncer de páncreas. Lo hace con serenidad y sin miedo: era un viejo superviviente. Triste, si acaso, por dejar a Penélope, "la luz y el amor de mi vida". Estaba convencido de que seguiría aquí. De haberlo hecho sabía con quien iba a pasar su vita nuova: Penélope, Montaigne, Melville, Mozart y Goethe. Como el alemán, gritaría al día: "¡Detente, eres tan hermoso!". No tuvo uno la suerte de conocer a Mermall. Después de leer sus memorias, con todo, me parece un viejo conocido. Un "hombre bueno y cordial", en palabras de Muñoz Molina. Lo dijo Eduardo Lago (quien aparece citado en el volumen) en su necrológica: "De algún modo, su figura ausente derrama sobre todo el texto semillas de gracia que iluminan su idea del amor y la amistad, sí, pero tal vez, más que nada, la importancia que tiene en todo momento conservar, rabiosamente casi, la más estricta integridad intelectual".