31.10.11

Carta de Soria

Por unas u otras razones, seguía pendiente un viaje a Soria; en concreto, para participar en el jurado de los premios que allí convoca la Diputación: el "Leonor", desde hace 30 años, y el "Gerardo Diego", un poco más joven. Hicimos el camino por Valladolid, aunque recordaba lo bonito que resultó hace unos años por Segovia, por la N-110, que comunica Plasencia con la ciudad castellana. Esta vez no fue tan placentero: las prisas. Uno de los "puentes" más conflictivos del año, en el que muchos salen a la carretera para visitar los cementerios donde descansan sus muertos, no es, además, el mejor para disfrutar del paisaje. Con todo, desde Valladolid hasta Soria, por la Ribera del Duero, al menos hasta que se nos echó la noche encima, disfrutamos no poco de la visión otoñal de los viñedos y de los bosquecillos de chopos amarillos que menudeaban entre inmensas extensiones secas y terrosas, al borde de los ríos. Nos sorprendió la grande e industriosa Aranda, entrevista desde la circunvalación, y nos acordamos, claro, de Eva.
La primera vez que fuimos a Soria, íbamos con el poeta Luciano Feria y su mujer y leímos los dos en el aula del Instituto "Antonio Machado". No nos resultó difícil reconocer el centro de la ciudad cuando, con prisa, intentábamos localizar cuanto antes nuestro hotel, el Alfonso VIII, como el de aquí, pues que compartimos, además de Nacional, rey fundador. Cuando me incorporé por fin a las deliberaciones del jurado, el resto de miembros ya llevaban tiempo enfrascados en las habituales discusiones. Es lo que tiene poder juzgar un puñado de libros dignos de premio. Allí estaban Blanca Andreu, José Ramón Ripoll, Alfredo Taján y Román Piña. Salvo a José Ramón, no conocía a ninguno personalmente. Desde que llegué hasta que nos fuimos a cenar, todo fluyó con naturalidad y las votaciones se fueron decantando sin forzar otra cosa que no fuera una matizada sucesión de opiniones. Un premio limpio, sin duda, como la mayoría de los que se convocan en provincias. Santos Sanz Villanueva, crítico de El Cultural y profesor recién jubilado de la Complutense de Madrid, organizador del jurado, se cuida muy mucho, lo mismo que el excelente equipo de la Diputación capitaneado por Yolanda Martínez, de decir quiénes forman parte del jurado. Para evitar complicaciones, que a uno se le antojan raras, cada año cambian sus miembros. Además de limpieza, ya digo, esto aporta a los premios una diversidad manifiesta. Tras una cena divertida -Alfredo Taján es un conversador nato- y el consiguiente descanso, se nos fue la mañana del sábado en pasear, en comprar la famosa mantequilla soriana y en leer la prensa. Por suerte, tuve ocasión de encontrarme con un viejo amigo, al que conocí en la anterior visita a la ciudad, el poeta Fermín Herrero. Luego fuimos al fallo público de los premios que tuvo lugar en el Aula Magna Tirso de Molina. Allí nos enteramos de quiénes lo habían ganado, la veterana Antonia Álvarez, leonesa residente en Gijón, y la novel Beatriz Viol, catalana ahora en Manchester. Lo mejor del acto lo puso la Joven Orquesta Sinfónica de Soria, dirigida por Salvador Blasco, que ofreció un breve concierto con obras de Mozart. Aquellos chicos y chicas, tocados por la gracia de la música y, por eso, seres bellos, forman parte de una orquesta que sorprendió a todos por su altísimo nivel.
Una comida en medio del campo, en el restaurante del hotel Valonsadero, nos permitió seguir con las conversaciones, esta vez con el mallorquín Román Piña (editor de La Bolsa de Pipas) y su mujer y, cómo no, con el malagueño de Rosario, Alfredo Taján, director del Instituto Municipal del Libro, un narrador de anécdotas, casi siempre hilarantes, hombre culto, enamorado de Egipto y de la historia, que lo mismo te habla de Alejandría que del último chascarrillo poético nacional. Algo, por cierto, que pudimos comprobar en la cena -sí, de Soria hemos traído algunos kilos de más-, más íntima, ya sin autoridades y organizadores, donde Blanca Andreu y él mantuvieron al resto entretenidos y expectantes. Antes habíamos paseado de nuevo por el centro de Soria con Ripoll y Teresa; un callejeo al que volvió a incorporarse Fermín, recién llegado de su pueblo. Hace mil años que conozco a José Ramón, desde que asistió como periodista de RNE, junto a su amigo Jesús Fernández Palacios, al segundo congreso de Escritores Extremeños que se celebró en 1982 en Badajoz. Los ratos de charla que hemos echado en Soria me han confirmado en el afecto que le profeso. De paso, me he traído Hoy es niebla, la reunión de sus tres libros fundamentales.
La vuelta a casa fue menos veloz que la ida. Paramos en Calatañazor (una visita recomendada por Carlos Medrano y por Sanz Villanueva) y en San Esteban de Gormaz (por indicación de Medrano también). Aquí había unas jornadas de dulzaina y varios grupos de músicos (con pinta de progres y maduros profesores de instituto) recorrían la Calle Mayor con sus ancestrales y pegadizas melodías. Un vino de Arzuaga para Y. (yo conducía) y una comida a deshora a pie de carretera fueron las dos últimas paradas hasta llegar a Plasencia. Algo más aireados, menos tensos y sumidos en la dura realidad de cada día, tan empachosa y atosigante a veces.