1.10.10

Abelardo Linares

Entre mis pecados literarios de juventud (pobre del que no los haya tenido) se cuenta el de mostrarme un tanto displicente -y hasta beligerante a veces- con la denominada, en bruto, "poesía de la experiencia".  Ello no me impidió, sin embargo, leer y hasta apreciar los versos de un puñado de compañeros de generación adscritos, con razón o sin ella, a esa corriente central en la poesía española del último tercio del siglo XX. Ya allí, no puedo olvidar, por ejemplo, mi suscripción a la revista Fin de siglo ni los volúmenes de Renacimiento que compré (y sigo comprando) y que ahora -sobrios, clásicos y elegantes- menudean por los estantes de mi biblioteca. No pocos de aquellos poetas publicaron sus primeros libros en la editorial sevillana. Detrás, Abelardo Linares, un referente de la edición y la bibliofilia, a quien conocimos a primeros de los ochenta en Montánchez, en unas jornadas poéticas organizadas por Diego Doncel, Antonio Galán y Pablo Jiménez en la que participaron, entre otros, Aníbal Núñez, Felipe Benítez Reyes, Felipe Núñez y José Luis García Martín. No fueron unos días demasiado tranquilos, sobre todo si tenemos en cuenta las escasas actividades previstas y el lugar ameno y sosegado donde se desarrollaron, pero esa es otra historia.
Acabo de leer el último libro de Linares y, lo diré sin rodeos, me ha gustado mucho. Sé que es una simpleza, pero me atrevería a decir que es el mejor de los suyos. Al menos, el que a este lector más y mejor le ha llegado. Lo que en un principio me pareció doblemente extraño (que el poeta  publicara cuando ya le daba uno por jubilado para la lírica y que la obra apareciera en Tusquets) ahora, una vez leído, me causa cualquier cosa menos sorpresa. Este hecho, con independencia de otras consideraciones, vuelve a incidir en una verdad ya del todo palmaria: que esa colección puede que no sea la mejor (esto no es una carrera de Fórmula 1), pero sí una de las más plurales del panorama poético en español. No me importa decirlo "desde dentro". Ni pretendo ser imparcial. Ya está uno mayorcito para eso.   
Y ningún otro cielo reúne poemas escritos entre 1993 y 2009. No lo parece: la sensación es de unidad más que de dispersión. Será, quizá, porque uno siempre escribe, como diría otro autor renacentista, "el mismo libro".
Si a algo se le puede llamar madurez es a esta manera de escribir donde, con la debida naturalidad y la inevitable sabiduría, lo sencillo se intuye complejo y lo oscuro brilla con una claridad manifiesta. Poemas con el skyline neoyorkino al fondo; poemas de circunstancia que no tienen nada de circunstanciales (como las jondas "Soleares" de la segunda parte); poemas de "secreta música" (los que prefiero) donde parece conversar en voz baja sobre eternos asuntos con viejos amigos (Luis García Montero, Carlos Marzal, Lorenzo Martín del Burgo...); poemas, por fin, de amor; de más amor, diría, porque lo son en realidad de desamor y desencuentro. Así, pero no sólo, los de la postrera sección del volumen, "Llámame ayer" ("Pues mañana no existe y todo es noche,/ llámame ayer"), como "El amor se lo merece" o "Velocísimo".
Ya se dijo: un libro espléndido de un poeta del que uno, ay, ya no esperaba semejante deslumbramiento.