31.8.10

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Hace unos días me encontré en la piscina con un viejo amigo al que hacía demasiado tiempo que no veía. Apenas empezamos a conversar, hizo alusión a la entrevista que publicó el Hoy a finales de julio. Creí que iba a decir algo a propósito de los titulares (todos los que me hablan de ella empiezan por ahí), pero no. Iba directo a los comentarios internáuticos de su edición digital y, claro, le tuve que cortar: No los he leído. Nunca lo hago, dije. Ah, añadió él, menos mal. Me llamó X preocupada para decirme que lo estarías pasando fatal. No, lo siento por los que se han tomado la molestia de insultarme para nada. El tono compungido de mi amigo me dio a entender que de eso se trataba: de faltarle a uno. O de intentarlo al menos. Juegan a favor del tradicional "injuria, que algo queda". Me aclaró que algunos salían incluso en mi defensa. También lo siento por ellos: no puedo agradecérselo. Ignoro por qué un medio periodístico serio -éste o cualquiera- consiente semejante escabechina. Ay, si en vez de utilizar el cobarde anónimo, los valientes firmaran con nombres y apellidos. Me imagino que estos nuevos salvajes argumentarán a favor de la libertad de expresión y de la democracia. No hay tal. Al revés. Vulgar fascismo. Tarde o temprano, esos medios tendrán que tomar medidas. Por pura estética. Y por el estado de indefensión al que te abocan. Así no habrá quien quiera salir a la palestra. Uno, que conste, lo hizo avisado. A pesar de eso, no deja de ser penoso estar a merced de escritorzuelos, politicuchos, poetastros y demás gentuza, mayormente envidiosa, que ni para redactar calumnias tiene estilo. Dejo aparte a los enfermos, que los hay. Con todo, uno está a lo que importa. Que no es esto, sin duda. Como los de casa ya están curados de espanto, al final uno lo lamenta por su madre -que lee esa basura-, por algunos familiares, por un puñado de amigos... Tengo la conciencia tranquila. "Yo sé quién soy", que diría don Quijote. Me niego a sentirme víctima. ¿De qué? ¿De quién? La manía persecutoria no es lo mío. Mis compañeros de trabajo y mis alumnos saben a lo que me dedico en mi horario laboral. Quienes leen mis libros conocen lo que escribo. Los que me tratan distinguen cómo soy. Esa es mi vida. La que tuve durante unos pocos años como gestor cultural también está  ahí. Con sus luces y sus sombras, como cualquiera. Ya lo dijo el otro: "Con estos bueyes tenemos que arar". Pues eso. Y sólo eso. Y nada más que eso.