27.5.10

Incendio

Con permiso de la SAB (Sociedad Anti Blogs), trae uno aquí la vida, casi siempre en forma de lectura o de libro, pero vida al fin y al cabo. La mía pudo cambiar ayer. La nuestra: la de mi familia. Cambió, de hecho. Venía del colegio dándole vueltas a una noticia terrible que me había llegado de Mérida y, al salir del ascensor, me encontré con un calor extraño y un humo, a pesar de las gafas de sol y de la luz apagada, demasiado evidente. Entré en casa y lo temido se confirmó: estaba llena del humo que acababa de oler. La recorrí como pude. No había fuego. Salí porque respiraba con dificultad y llamé al 112. Volví a entrar nervioso, impotente. Al salir de nuevo me di cuenta de que el cuadro eléctrico había estallado. Atribuí todo a eso. Llegó la policía y volvimos a subir. Llegaron los bomberos. Unos y otros en menos de cinco minutos. Cuando dábamos por seguro que en ese amasijo de cables quemados estaba la solución y había estado el problema, uno de ellos se dio cuenta de que al otro lado algo ardía. En el cuadro del piso de nuestros vecinos. Se comunican. Al tocar la pared del descansillo y comprobar la temperatura y el humo, en aumento, los bomberos empezaron la evacuación del edificio. Un momento después -acerté a coger la cartera con mi documentación y el móvil- ya estábamos en la calle. Fueron minutos muy tensos. Desde el jardín, en las traseras de la casa, se veía salir cada vez más humo del piso de al lado. Llegó mi hijo del instituto. Flor, la mujer de mi primo, me trajo una botella de agua. Tenía la boca seca. Transcurrió poco rato hasta que unos bomberos sudorosos, negros, con las máscaras puestas y los trajes, antes impolutos, muy sucios me comunicaban que la cosa estaba controlada. El cuadro de A. y M. también había ardido y, de paso, un baúl antiguo que estaba debajo. Tuvieron que entrar con mucho cuidado para que no se provocara ese efecto que tantas veces hemos visto en la tele y en las películas de incendios. Pero esta vez, se decía uno cada poco, es real. Y tanto. Colocaron después un enorme ventilador y tranquilizaro a los vecinos: aquello estaba apagado. Para entonces, los dueños del piso siniestrado aún no habían llegado del campo. Como no podíamos subir, decidimos ir a tomar algo. Eran las tres y media de la tarde. Al segundo bocado de alcachofas, una llamada de la vecina -ya en su irreconocible casa- nos volvió a poner sobre aviso: los bomberos estaban extrañados de la elevada temperatura que seguía manteniéndose en la zona donde se inició el fuego. Podría ser que un cable de la general, dijeron, siguiera quemándose. Uno o varios. Vuelta a la zozobra. Y así... Nuestro seguro nos envió a eso de las 4 un electricista que, con la ayuda de otros compañeros, lograba darnos luz a eso de las 8. Para entonces, había de nuevo gas y uno había tenido la única discusión de la tensa jornada: con una empleada de Iberdrola que, sin duda, pasaba también por un mal día. Nadie sabe lo que se agradece en un momento así la ayuda de los bomberos, la policía y todos cuantos colaboraron en el dispositivo. Gente atenta, profesional, ejemplar y efectiva. Uno no tiene más remedio que reconciliarse con la sociedad, la misma a la que tantas deficiencias le encuentro, ay, últimamente. Y agradecérselo.
En lo que a nosotros respecta, queda el susto, el olor a humo y algún rastro de lo sucedido pero, en lo sustancial, todo ha vuelto a su ser. Nuestros vecinos han dormido en un hotel.
El primer policía que entró en casa, mientras la recorríamos juntos abriendo aún más las ventanas, mencionó los muchos libros que había y, entre risas y veras, temió que el incendio hubiera empezado aquí o que hubiera llegado a estas estanterías que ahora me rodean. Uno hace años escribió un poema (que se publicó en un número de homenaje al profesor Rozas en la revista Gálibo) que se titulaba "Biblioteca" donde hacía alusión a este miedo mío -veo que no infundado- a los incendios: "Así temes del fuego y de los límites...", comenzaba.