15.12.09

Los portugueses

“Contrariamente a la pueril fidelidad a una convicción, la fidelidad a un amigo es una virtud, tal vez la única, la última”, ha escrito Milan Kundera. Uno también lo cree así. Conocí a Ángel Campos Pámpano muy a principios de los ochenta, en un momento decisivo para ambos: cuando empezábamos a publicar nuestros primeros poemas. Primero lo leí. En la Muestra de Poesía Extremeña que publicó García Martín (otro lusista) en Jugar con fuego y en revistas salmantinas de las que fue artífice: Zurguén y El callejón del gato. Un poco más tarde, en Zafra (una ciudad capital para la poesía de nuestra generación), lo conocí en persona. Hasta su prematura, incomprensible muerte, nunca dejamos de tratarnos y de ser amigos. Por fortuna, emprendimos no pocas empresas juntos.
Aunque siempre admiré su poesía (desde aquel deslumbrante poemita, “Las palabras”, con el que ganó el premio Residencia de Cáceres en el 81) y nuestras lecturas fundamentales, sobre todo en esos primeros años, los que de verdad importan en la formación de un poeta, fueron casi las mismas (Valente, ante todo), por lo que más agradecido le estoy, más allá, ya se dijo, del lujo de su amistad, esa interminable conversación que ni su marcha ha interrumpido, es por sus traducciones del portugués, una lengua que amó como niño rayano, que aprendió como alumno de Filología en la Salamanca de su admirado Aníbal Núñez y que acabó interiorizando durante su, digamos, exilio dorado en Lisboa.
Porque estaba suscrito a la revista madrileña, descubrí al Campos traductor en Nueva Estafeta, donde apareció “Lluvia oblicua”, de Fernando Pessoa. Luego llegaron las Odas de Ricardo Reis (en la preciosa edición vallisoletana de Balneario escrito, de 1980 también) y El Marinero, tres obras de un poeta indisolublemente unido a él. Tradujo su poesía, a mi modesto entender, de forma excelente. Es una pena que no pudiera culminar (junto a un pequeño equipo y para Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg) la esperada edición de su poesía completa. Por el camino, eso sí, dejó un reguero de libros esenciales publicados con esmero por la valenciana Pre-Textos (que también publicó al Campos poeta) y luego por la citada editorial barcelonesa.
Ya advirtió tempranamente el recordado profesor Rozas que la poesía de uno le debía no poco a la del heterónimo más clásico de Pessoa, Ricardo Reis. Sólo por ese puñado de poemas de Reis (que luego amplió para la edición de Pre-Textos) ya hubiera bastado para reconocer mi permanente deuda literaria con Ángel. Pero la cosa fue a más. Y a mejor. Llegó, por ejemplo, la antología Los nombres del mar, que algunos disgustos le dio pero que tanto bien nos hizo a algunos lectores ávidos de conocer la poesía portuguesa contemporánea. Salió en 1985, un año después de que firmáramos juntos otra antología, ésta de poetas extremeños, Abierto al aire. Allí leímos poemas, inéditos para mí, de Sophia de Mello Breyner (de la que acabó editando para Círculo/Galaxia Nocturno mediodía. Antología poética (1944-2001), obra por la que le dieron el premio “Giovanni Pontiero”), Jorge de Sena, Carlos de Oliveira (del que tradujo Micropaisaje y cuya obra era objeto de su inconclusa tesis doctoral), José Bento, Fiama Hasse Pais Brandao, Joaquim Manuel Magalhães, Al Berto (del que tradujo Una existencia de papel), Nuno Júdice, etc.
No fue Ciclo del caballo, de Ramos Rosa, un libro fácil de digerir, a pesar del brillante ensayo que le dedicara Gonzalo Hidalgo Bayal. Mi deslumbramiento llegó –ya había llegado- con Eugénio de Andrade, un poeta solar, de la materia y del sur al que nunca he dejado de leer. Y de nuevo a Ángel le debo lo sustancial de ese acercamiento, que ha hecho posible que el autor de Todo el oro del día acabe pareciéndome un poeta de mi propia lengua. La alegría de Ángel cuando le concedieron el Premio Extremadura a la Creación fue inmensa y con él nos congratulamos sus agradecidos lectores.
Es cierto que Campos Pámpano no ha sido el único traductor del portugués (esa noble estirpe es numerosa); puede que ni siquiera el mejor, pero la afinidad personal y, más que nada, su forma de verter al español lo escrito originalmente en la lengua de Camõens, unido a mi particular manera de leer, han convertido los libros traducidos por él en referentes cardinales de mi educación poética. Lo que para uno no es poco.
A falta de otros reconocimientos merecidos, el acreditado premio “Eduardo Lourenço” llegó a tiempo de hacerle justicia.
Hay una anécdota que explica muy bien la relación literaria que mantuve con Ángel Campos Pámpano a lo largo de los años. En uno de los primeros inventos del genial Antonio Gómez, la colección Arco Iris, allá por 1986, Ángel publicó un cuadernillo titulado “Materia del olvido” y yo otro con el rótulo “Sombra de la memoria”. Sin haberlo previsto, habíamos tomado cada cual lo suyo de unos versos del poeta mexicano José Emilio Pacheco: "La poesía es la sombra de la memoria / pero será materia del olvido."

(Publicado en Alborayque, número 3, Badajoz, 2009)