21.9.08

Carta de Gijón

Vuelvo a una ciudad de la que aún no he regresado desde que llegué a ella la primera vez, hace veintisiete años. Por eso no ha dejado uno de frecuentarla, en presencia y de memoria.
No, no es la misma de entonces. Ni nosotros tampoco. Ya se ven cambios en las fachadas -edificios enteros cubiertos de cristales-, de cara a ese ambicioso proyecto destinado a cambiar la imagen urbana del paseo de El Muro, y no sólo. O entras en el Dindurra a tomar un café y ves que hay zona wifi. El Lucense también ha cambiado. Ahora es una bonita vinatería y ya no se sirven raciones al grito de "¡uuuna de puuulpo!" y "¡uuuna de pataaates!". La misma llegada, por "la minera", desde Mieres, te da una certera visión de un Gijón distinto.
Estuvimos allí durante el puente del Día de Extremadura. Al lado del Piles, camino del rastro dominical, vi a un tipo con una guadaña al hombro, y me sobrecogí. Para mí que era el fantasma de alguno o de alguna de aquí anunciándome la inminente siega.
Estuvimos con Tita y Maribel en Peñarrubia. No abajo, en la playa nudista, sino arriba, en la terraza del bar. Tomamos el sol (que no dejó de brillar esos días, contra todo pronóstico) y bebimos cerveza.
Porque de Gijón no hay manera de irse, ya decía, regreso estos días a través de las páginas que dedica a su ciudad natal Jordi Doce en su último libro. Para quedarse.